La decadencia argentina es una realidad que todos sufrimos, más allá de estadísticas. En 1960 por caso Corea del Sur tenía un ingreso per cápita de U$S 944 y nosotros seis veces más, con 5.605. En 2016 ellos tienen un índice de 25.458 y nosotros de 10.148. En medio siglo, Corea del Sur creció 26 veces y nosotros no llegamos a duplicar nuestros bienes. Por eso muchos de los hijos argentinos de los más de 50 mil coreanos residentes se van a vivir y trabajar en Corea, aunque con añoranza por su país natal, el nuestro.
Mil datos podrían consignarse. En 1910 la Argentina tenía mayor alfabetización que Italia, España, Grecia, Japón, Corea, China, Portugal y cien países más. Hoy el 50% de nuestros alumnos secundarios deserta y el 65% tiene serios problemas en lengua y matemática. Sólo el 15% de las escuelas bonaerenses tienen doble jornada, en contraste con Japón, China o Corea que la poseen extendida.
Un cuadro de situación como el apenas boceteado exige reformas, cambios, modificaciones y transformaciones. Si algo es irrefutable, eso es que así no se puede continuar. Las mutaciones son ineludibles. Está comprometido el futuro común. O hacemos otro país o el que tenemos experimentará una penosa agonía.
Podremos debatir si el déficit fiscal lo debemos bajar drásticamente o de modo gradual, pero lo incontrovertible es que hay que reducirlo. Lo mismo con la inflación, la presión tributaria, la litigiosidad laboral, la corrupción, la burocracia, incluida la judicial, el unitarismo o centralismo, la concentración de la población que replica localmente la deformación demográfica que padece la Nación. Y hay que modificar la política electoral con su anacrónica papeleta impresa por cada partido, una invitación al fraude. No puede ser que estemos en estado de elección permanente, en una campaña interminable.
Jamás el Estado podrá suplantar a la iniciativa privada, motor de la prosperidad de una nación.
Habría que ser más audaz y por citar una medida transformadora, deberíamos crear, como lo hizo China con Deng, hace 40 años, Zonas Económicas Especiales que impulsadas por la desgravación impositiva y otras desregulaciones se erijan en receptoras de inversiones tecnológicas, industriales y de servicios produciendo una formidable expansión. Hoy Paraguay lo está haciendo en Ciudad del Este, en la Triple Frontera, que potencialmente absorberá a la economía misionera y del nordeste argentino.
No se trata de reproducir el esquema de promoción de Tierra del Fuego, razonable desde lo geopolítico, pero deficitario en lo financiero. Lo que se propone es una economía expansiva en la generación de puestos de trabajo y de bienes competitivos y transables en el exterior, además del mercado interno.
No es admisible que discutamos sobre el régimen previsional sin previamente sincerarnos y coincidir todos que la relación 1,1 trabajador registrado activo por 1 jubilado es absolutamente insostenible. Hay que acotar ese ominoso 40% de trabajadores en negro y es menester agregar valor a la labor, único modo de que suban los salarios y con ello los aportes al sistema de retiros.
Ciertamente para ese colosal objetivo de cuadruplicar en tres décadas nuestra economía son necesarias varias premisas. Además de la existencia de políticas de Estado en las áreas básicas, debe haber una coalición de partidos y dirigentes independientes que exhiban una conducta ejemplar. Que no haya la más mínima suspicacia de conflictos de intereses ni de enriquecimiento ilícito.
La confianza en nosotros mismos nos devolverá el esplendor y las expectativas de hace un siglo. La confianza en nuestros dirigentes hará el resto. No el milagro, sino lo que la Argentina ya supo hacer. Nuestra misión es renacer para volver a ser la luz del sur hemisférico.
