Jesús dijo a los judíos: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes (cf. Jn 6,51-59). El elemento nuevo que se añade ahora al discurso del pan, es la mención del vino. A la imagen de la comida se añade ahora el de la bebida, llegando pues, el simbolismo eucarístico a su culminación y plenitud. La Eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o la causa de la santidad de la Iglesia; es también su "forma", es decir, su modelo. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, debe ser Eucaristía con Jesús. Ahora podemos sacar las consecuencias prácticas de esta doctrina para nuestra vida cotidiana. ¿Qué quiere decir Jesús en el evangelio de hoy, cuando afirma que nos da a comer su cuerpo y a beber su sangre? La palabra "cuerpo" no indica en la Biblia, un componente o una parte del hombre que, unida a otros componentes, que son alma y espíritu, forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el lenguaje de Jesús, "cuerpo" designa al hombre entero, en su totalidad y unidad. "Cuerpo" indica, toda la vida. Jesús al instituir la eucaristía, nos ha dejado como don toda su vida, desde el primer instante de la Encarnación hasta el último momento, con todo lo que concretamente había llenado dicha vida: silencio, sudores, fatigas, oración, luchas, humillaciones.

Pero también habla Jesús de "Beber su sangre". ¿Qué añade con la palabra "sangre", si con su cuerpo ya nos ha dado toda su vida? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, nos da también la parte más preciosa de ésta: su muerte. El término "sangre" en la Biblia no indica una parte del cuerpo, es decir, no se refiere a una parte del hombre; este término indica más bien un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida, su "derramamiento" es el signo plástico de la muerte. Ahora, descendiendo a cada uno de nosotros, podemos preguntarnos qué ofrecemos al entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre junto con Jesús en la Misa. Ofrecemos la vida y la muerte. Con la palabra "cuerpo", damos todo aquello que constituye la vida que llevamos a cabo en este cuerpo: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, quizá esa sonrisa que sólo un espíritu que vive en un cuerpo puede ofrecer y que es, a veces, algo extraordinario. Con la palabra "sangre", expresamos también la ofrenda de nuestra muerte; pero no necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por los hermanos. Es muerte todo aquello que en nosotros, desde ahora, prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades, limitaciones debidas a la edad, a la salud, todo aquello que nos "mortifica". Todo esto exige, sin embargo, que cada uno de nosotros, nada más salir a la calle al término de la Misa, nos pongamos manos a la obra para realizar lo que hemos dicho; que a pesar de todos nuestros límites, nos esforcemos realmente en ofrecer para los hermanos nuestro "cuerpo", es decir, nuestro tiempo, nuestras energías, nuestra atención; en una palabra, nuestra vida.

Imaginemos una madre de familia que celebra su Misa, y después va a su casa y empieza su jornada hecha de multitud de pequeñas cosas. Su vida es, literalmente, desmigajada; pero lo que hace no es en absoluto insignificante: ¡Es una eucaristía junto con Jesús! Pensemos en una religiosa que viva de este modo la Misa; después ella se va a su trabajo cotidiano: niños, enfermos, ancianos. Su vida puede parecer fragmentada en miles de cosas que, llegada la noche, no dejan ni rastro; una jornada aparentemente perdida. Y, sin embargo, es eucaristía; ha "salvado" su propia vida. Imaginemos un sacerdote que celebra así su Misa y después se va: ora, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha. También su jornada es eucaristía. Un gran maestro de vida espiritual, el jesuita P. Olivaint, decía: "Por la mañana, en la misa, yo soy el sacerdote y Jesús es la víctima; durante la jornada, Jesús es el sacerdote y yo soy la víctima". ¿Y los jóvenes? ¿Qué tiene que decir la Eucaristía a la juventud hoy? Basta que pensemos algo: ¿Qué quiere el mundo de los jóvenes y de las chicas, hoy? ¡el cuerpo, nada más que el cuerpo! El cuerpo, en la mentalidad del mundo es esencialmente un instrumento de placer y de goce. Algo que vender, exprimir mientras se es joven y atractivo, y luego tirar, junto con la persona, cuando ya no sirve para estos fines. Especialmente el cuerpo de la mujer se ha convertido en mercancía de consumo. Pensemos en el uso que de él se hace en el mundo del espectáculo, en cierta publicidad, en televisión e Internet. Enseñemos a decir a los jóvenes y chicas cristianas que desde la consagración de la Misa, su juventud y su cuerpo ya no se puede "dar en alimento" a la concupiscencia propia y ajena. El "cuerpo" no es sólo sexualidad. Decir: "Esto es mi cuerpo" significa, para un joven, decir también: ¡Esta es mi juventud, mis ganas de vivir, mi entusiasmo, mi alegría y mis esperanzas!