Sarmiento vivió en una época de lucha por la libertad, detestaba la intransigencia y lo proclamaban a gritos.

Su voz a veces adquiría tonalidad de sinfonía, aunque inconclusa porque a pesar de todo siempre quiso aspirar a algo más.

Es que ese era su destino, no existía para él aquello de retirarse a tiempo alguna vez. Por eso, viejo, ya, era el maestro de la nueva generación.

El gran sanjuanino se evadía del presente y tenía sus ojos puestos en el porvenir. Decía lo que pensaba y también lo que había hecho. Quiso como pensó y realizó algo entre lo mucho que veía por hacer en el panorama exaltado de su imaginación genial. Le resultó poco el tiempo, escasa la vida. Esa vida que él siempre la vio, la sintió y vivió en su sacrificio espartano.

La gozó en cuanto pensaba y hacía para los demás, que esa era su pasión, pero se olvidó de sí mismo, para poder llegar a ser Sarmiento, como el mismo lo dice: "Para que los jóvenes que vienen después de nosotros escuchen la palabra de un hombre sincero que no ha tenido ambición nunca, que nunca ha aspirado a nada sino a la gloria de ser en la historia de su país, si puede, un hombre, ser Sarmiento, que valdrá más que ser presidente por seis años, o juez de paz en una aldea”.

Y el destino quiso darle al borde mismo de la tumba el espectáculo de una generación soberbia que lo saludaba, su animador y su maestro.

Esta allí vibrando en las espalda la voz profética de un viejo singular que un año antes de morir confesaba que había sido su defecto desde la juventud el entusiasmo desbordante. Esto fue lo que hizo que pudieran encontrarse muchas veces con Sarmiento los hombres jóvenes de entonces.

Ya en sus últimos años de vida, en los suburbios asunceños describió las "esteras” y los "calabazos paraguayos” e interesantes costumbres lugareñas y concluye de esta manera su última lección de historia americana expuesta como brochazo del terruño americano, y es en asunción del Paraguay donde entrega su mortal vestidura a la tierra. Como soldado antiguo se despoja después de ruda lucha, de su trabajada armadura y de su vieja y buena espada al caer vencido por fuerzas superiores.