
Erguidos y dignos, siguen ahí, en los mejores lugares de la vida, desde sagrados instantes de inspiración, las dos enormes pinturas que una tarde apacible trajo mi padre. Y esta vez, el habitual rostro cansado que traída desde el trabajo venía iluminado, repleto de infancias, tapiales y sauces llorones que se le derramaban de las acuarelas de quien entonces supimos era su creador, Don Santiago Paredes.
Nuestros ojos infantes quedaron extasiados ante el paisaje lugareño que lucía forjado a golpes del corazón de ese hombre tan magistral como humilde, que luego conoceríamos personalmente. Los colores habían pegado un salto de grandeza hasta alcanzar la vida. La enramada lucía al alcance del sentimiento de cualquiera, porque Don Santiago sabía llegarnos al alma. Entonces me pareció que conocía desde siempre al hacedor de esos prodigios encaramados a una cartulina.
Una vez escribí que cuando, a los años, estuve frente a él, tanto o más que sus obras me impresionó su postura de hombre bueno, muy inteligente y humilde, de buen hombre, de "gran tipo", un grande en serio. Uno cruzaba algunas palabras con él y tenía la seguridad de conocerle desde siempre, virtud de la buena gente.
Y aseguré en el papel, luego de visitarlo en su hermosa casa de la amable Santa Lucia, que: "Uno puede ver infinidad de acuarelas, pero no se puede engañar: por sobre los álamos enhiestos, sobre el parral cansino, sobre el viejo y agrietado ventanal de cualquier pueblito precordillerano, se eleva como un destello su impronta inconfundible. Y no es sólo metáfora esto de que "se eleva"; las pinturas de Santiago Paredes flamean su espíritu desde el bullicio de sus paisajes y casonas como un fantasma de miel y quebracho, como fue su alma, ruda y bella a la vez, atributo de la mejor humanidad".
Allí Don Santiago me mostró con orgullo sus artesanías de hierro, bronce o cobre y descubrí otro costado excepcional de este singular artista.
No podré olvidar su criolla figura y su cordialidad paseando por lo que hoy es la Peatonal o en "su" esquina de Avenida Rioja y Rivadavia, con un tradicional saco a cuadros y floridas corbatas, donde quizá se saciaban y enseñoreaban los colores que a su espíritu no le eran suficientes en sus obras.
Un día dejó su esquina sorprendida de huecos y destierros, desamparada de nidos encendidos, pero colgó de los viejos plátanos sus ensueños a modo de gorriones de luz; dejó su casa de Santa Lucía alumbrada para siempre y el orgullo de los sanjuaninos mirando con suficiencia al mundo, porque aprendimos que se podía decir un tapial con tres o cuatro pinceladas frescas y el otoño total pudiera expresarse en un simple ademán del amarillo.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete
