El fenómeno de adherir con fe sincera y leal por parte de devotos cristianos a "manifestaciones" directas de Dios o revelaciones privadas, es algo constante en el tiempo de la Iglesia bimilenaria. Nadie duda de la buena fe de miles de devotos y peregrinos que brotan cuando una aparición nueva se presenta. Pero, ¿será necesario un atento discernimiento? ¿La prudencia pastoral está llamada a ejercer una sana vigilancia o a dejar que las almas depositen su confianza en toda manifestación de este tipo? ¿Habrá que estimular a los fieles a enrolarse en peregrinaciones a Salta, Mendoza, Chile, o Garabandal en España? ¿Será auténtico todo esto?

Comencemos por decir qué son estas revelaciones privadas. Son experiencias espirituales intensas en las que Dios mismo o la Virgen María o un santo transmiten un mensaje -casi a modo de oráculo- a ciertas almas privilegiadas. Este mensaje ha de ser escuchado y observado por voluntad superior al oyente.

Para un sereno discernimiento, hay que mirar ante todo los "signos" que la acompañan y los "frutos" que se siguen en la actitud y en la conducta del adherente pueblo de Dios. Hay un signo clásico que habla de autenticidad: la conversión, el propósito de santidad que provoca en los cristianos dicha revelación. Si este signo no aparece, hay que sospechar de la veracidad del mensaje o de quien lo transmite. Pero a mi pobre entender, también hay otro signo en la Iglesia de nuestro tiempo: el espíritu de comunión que crea en la comunidad eclesial, cómo acrecienta el sentido de iglesia, misterio de comunión. Si un mensaje privado creara divisiones, hiriese la fraternidad, lo más probable es que algo allí no sea auténtico.

La Iglesia no impone el contenido de una revelación privada como objeto necesario de la fe del cristiano. No impone ni siquiera el Evangelio mismo. Incluso cuando una revelación o aparición haya sido juzgada auténtica -como es el caso de la Virgen María en Lourdes, éstas siguen siendo objeto de libre adhesión. El católico conserva toda su libertad de juicio. De ninguna manera se lo puede tachar de hereje o incrédulo si no le presta su adhesión de fe. Lo que sí le pide la Iglesia es el leal obsequio de la razón personal a los dogmas y a las enseñanzas del magisterio eclesial. En algunos casos, como los de Lourdes (santuario que recibe a más de 40 millones de fieles al año), Fátima, Guadalupe, Luján, entre otros tantos, se recomienda vivamente dejarse iluminar por sus mensajes de fe y conversión.

Además, cuando la Iglesia autentifica una revelación o aparición, lo hace en base a una comparación entre el mensaje que se le presenta y el que guarda en depósito desde la venida de Jesucristo. Si el contenido de esa revelación está profundamente de acuerdo con lo que dice la revelación cristiana "pública", podrá reconocerlo como auténtico, puesto que nada radicalmente novedoso ha sido dicho. Más bien al contrario, si algo fuera expresado en una revelación privada que no estuviese dicho de algún modo, aunque sea de modo implícito, en la revelación cristiana, esa misma novedad la haría sospechosa. El papa Juan XXIII, en un discurso de clausura del centenario de la aparición de Lourdes, el 18 de febrero de 1959, decía: "Comunican ciertas reglas de conducta más que nuevas verdades".

Se entiende, pues la paciencia y hasta lentitud de la Iglesia frente a los fenómenos de las revelaciones privadas. Una excesiva inclinación ante estos eventos extraordinarios podría, en algunos casos, encubrir una falta de fe en la Revelación, realizada por el Maestro Divino y único Mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo el Señor. ¿A caso es poco? ¿Nos falta a los cristianos algo en orden a nuestra salvación después de la palabra pronunciada por Jesús?

Dio se manifiesta casi siempre en nuestra vida por medios ordinarios y signos discretos que hemos de discernir con la ayuda del Espíritu Santo, en un clima de plegaria y reflexión.