Sentadito en la acera norte de la Peatonal, entre Rivadavia y Tucumán, vestal de la helada mañana, con las piernitas cruzadas sobre su silla de ruedas, seguramente usted lo ha visto. Ha dejado ese sitial hace muy poco. Desde allí veía pasar la vida como espectador de un carnaval inagotable de seres propios y extraños. Desde sus rueditas aladas, "El Bandeja" saludaba al amigo con una sonrisa y una frase jugosa. La Peatonal es un reservorio de personajes; pareciera que en ese territorio, los diferentes por virtudes o atributos, se expusieran a la gente para que el mundo que cotidianamente transcurre no los olvide.

Cuentan que llegó de una farra, y dijo a sus familiares: "Voy a dormir un rato. Despiértenme dentro de dos horas que van a pasar a buscarme". No despertó. Cuando Angelita, la compañera de mi amigo Daniel Giovenco, se enteró del episodio, pensó bellamente: "murió en el entretiempo".

Singular este hombre, cantor y decidor, amigo de todos, un ocurrente, un desfavorecido físico agraciado con la sal de la vida.

Ha muerto "El Bandeja", Jorge Nicolás Pereira. Una misa de la cuyanía (esa entidad sociológica de la farra cuyana) lo despide por desfiladeros del invierno; lo agasajan cantores trasnochados, con tonadas de mosto y cogollos de pena. Es posible que una juntada de gorriones y escarcha todavía lo esté llorando en el pecho mismo de alguna farra; que cuando se escurrió, calladito y frágil por el misterio del sueño, lo haya atropellado por ahí el ramalazo de una guitarra, y lo haya depositado en una sillita celeste a espiar eternidades.

Canta "El Bandeja" y la farra del cielo se empina por sobre las soledades y los lloros. Un estampido de tortolitas asustadas o tristes se manda a cambiar por la tarde, sin rumbo fijo. Seguramente pronto ha de encontrar por ahí al cantor. No puede ir muy lejos alguien que hizo de la vida una fiesta, y no se quejó de sus infortunios, apuntándolos alto hasta la señal que suele dejar la luna de las ilusiones cuando cae de regalo sobre la vida, para que -en algún momento- sus poquitas piernas pudieran seguir pedaleando el viento, tonada tras tonada.