Jesús dijo: "Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11,25-30).

El pasaje evangélico de este domingo, una de las páginas más intensas y profundas del evangelio, se compone de tres partes: una oración "Te alabo Padre”; una declaración sobre él mismo "Todo me ha sido dado por mi Padre”; y una invitación "Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados”. Jesús alaba al Padre porque ha revelado estas cosas a los pequeños, que aparecen sin cesar en el evangelio: los últimos de la fila, que son los preferidos de Dios. Jesús es el primero de esos pequeños: viene del Cielo a la tierra, como hijo de una pobre gente, nace en un pesebre, no tiene en su mano ningún poder, y su revolución se cumple desde una cruz. En una civilización como la nuestra, donde se exalta al adulto y al arrogante, al egoísta y al prepotente sin escrúpulos ni moral, la oración de Jesús nos propone al verdadero "pequeño” sobre el que todo discípulo debe modelarse. Y si hemos perdido la infancia, recordemos lo que afirmaba el escritor francés. G. Bernanos: "La infancia puede ser reconquistada por todos sólo a través de la santidad”. En el silencio de la contemplación podríamos repetir la oración del sacerdote jesuita L. De Grandmaison: "Santa Madre de Dios, consérvame un corazón de niño, puro y transparente como una fuente, obtenedme un corazón sencillo que no saboree las tristezas; un corazón magnífico para entregarse, sensible a la compasión; un corazón fiel y generoso que no olvide ningún bien y no conserve ningún mal; dame un corazón dulce y humilde, amante sin pedir retorno; gozoso de borrarse en el corazón de tu divino Hijo; un corazón grande e indomable, al que ninguna ingratitud cierre, ninguna indiferencia canse, un corazón atormentado del amor de Jesucristo, herido de su amor y cuya herida no se cure más que en el cielo”.

Él hace una invitación: "Vengan a mí todos”. No hay excluidos, aunque si preferidos: los afligidos y los agobiados. "Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Su enseñanza no se basa en leyes o libros, sino en su corazón: es decir, en su modo de amar. Contemplar su corazón. Éste es un refugio seguro en el cual siempre hay lugar para todos. Es la sede de la misericordia y el lugar del encuentro con Dios. Ante los peligros de diversa índole que amenazan al hombre contemporáneo, la espiritualidad del costado abierto de Jesús es una invitación a descubrir su amor como refugio. Como el apóstol Juan, cotidianamente deberíamos recostarnos sobre el pecho de Jesús a través de la oración, y percibir los latidos de un corazón que se desvive por su obra de arte, la criatura humana. En la Sagrada Escritura, el corazón es el núcleo íntimo y esencial de una persona. Se trata de lo más profundo del ser, donde se toman las decisiones y elecciones claves. Además, el corazón es el lugar del encuentro del hombre con Dios y donde se sella la alianza del transparente amor entre el Creador y su criatura. Desde allí se nos muestra la anchura y la longitud, la altura y la profundidad de su divino corazón (cf. Ef 3,17-19). El corazón de Jesús es ancho, porque en él pueden entrar todos, incluso los enemigos. Su longitud se revela en que es eterno, y por eso "nos amó hasta el extremo”. Se destaca su altura, porque es sobrenatural. Es profundo, porque es como un abismo en el que se diluye la oscuridad del hombre ante la claridad de un Dios que es luz.

Las características de ese divino corazón son su mansedumbre y la humildad. La palabra "mansedumbre”, en alemán "Sanftmut”, proviene de "sammeln” ("’reunir”). Jesús es manso porque congrega y reconduce a la unidad. Su mansedumbre es la cualidad en la que el poder divino se revela en el servir y en el perdonar. Su corazón es humilde porque sólo el amor sabe de humildad: de bajarse para entregarse y mostrar sin cesar, que la medida del amor verdadero es amar sin medida.