Inmersos en una sociedad llamada “posmoderna”, hemos ingresado en una actividad agitada y frenética que pareciera nos va robando la verdadera calidad del tiempo. Es bueno que se haya acentuado de manera cada vez más fuerte el ideal de recuperar la naturaleza, que estemos preocupados por la contaminación del medio ambiente, que se luche por obtener más espacios verdes en nuestros barrios. El ecologismo no es una idea de la que se deben apoderar ciertos grupos de ciudadanos, sino que debería ser actualizada por todos los que habitamos este mundo que Dios nos dio. Él mismo, luego de crear al hombre le asigna a éste la delicada tarea de someter, cultivar y cuidar la tierra.
Creo que habría que pensar que nuestras almas padecen parecidas o más graves agresiones que las que experimenta el planeta, por eso, hoy más que nunca es imprescindible el ecologismo espiritual. Las vacaciones que están disfrutando muchos en este tiempo estival, son más que necesarias. Hay en el mundo una contaminación de nervios, de tensiones, de gritos que hace tan irrespirable la existencia como el aire. La gente vive devorada por la prisa; pocos sabe conversar sin discutir; la gente necesita pastillas para dormir; a diario ciertos anuncios publicitarios o programas televisivos llenan el alma de niños, jóvenes y adultos de residuos tóxicos; se talan despreocupadamente los árboles de los antiguos valores, apenas hay en las almas espacios verdes en los que respirar. Habría que explicarle a la gente que el alma necesita, como las grandes ciudades, de los espacios verdes del espíritu. Y señalar que es necesario impedir que la especulación del suelo del alma termine por convertirla en inhabitable. Tendríamos que ir descubriendo e indicando algunos espacios verdes del espíritu que urge respetar.
El primero, aunque tal vez parezca algo fútil, es el descanso corporal. La vida humana, con su alternancia de sueño y de vigilia, está muy bien construida. Pero cuando se la desnivela con ingenuos trasnoches, cargada de estupefacientes que utópicamente llevan a paraísos artificiales, o de alcohol que potencia la litigiosidad, pronto queda también mutilada la vigilia. Por allí hemos escuchado alguna vez que “para estar bien despiertos, hace falta estar bien dormidos”. Hay quienes piensan que robándole horas a la noche se produce más o se aburre menos. Lo cierto es que esas horas luego se pagan al día siguiente, con el cansancio y la mediocridad.
El segundo gran espacio verde es el ocio constructivo. Para los latinos y los griegos de la antigüedad, el “ocio” era lo contrario al “negocio”. Hoy, obsesionados por las operaciones bursátiles, la inestabilidad económica y los “negocios” en general, hemos perdido la capacidad para aprovechar del ocio “creativo”. El mundo mejor no es aquel en el que consigamos más horas de trabajo, sino aquel en el que con menos horas de trabajo podamos conseguir la mayor eficacia posible. Uno de los fallos más grandes de nuestra civilización es que hemos enseñado dos cosas a los hombres: a trabajar y a perder el tiempo.
El tercer espacio es la amistad. ¡Ningún tiempo más ganado que el que se “pierde” con un verdadero amigo! La charla sin prisa, los viejos recuerdos, el encuentro de dos almas, son sedantes que no tienen precio. Sí, esas visitas que siempre dejamos “para cuando tengamos tiempo” serían el mejor modo de aprovechar el que tenemos. ¡Qué hermosa la amistad en la que no cuenta la prisa del reloj o la que viven dos amigos sin pedirse nada! Decimos que el tiempo es oro, pero nunca decimos qué tiempo vale oro y cuál vale sólo oropel! Oro puro es, por ejemplo, el que los padres dedican a jugar con sus hijos pequeños, escuchar con atención a los adolescentes, a conversar sin prisa con la mujer o el hombre al que se ama, a contemplar un paisaje en silencio.
No quiero olvidarme de un magnífico espacio verde para el alma que es la oración. A diario deberíamos hacer una pausa cordial y mental para hablar con Dios y dejarnos que Él nos hable. Es en el pozo del alma, alejándonos de los ruidos del mundo, dejando por un rato de lado las preocupaciones que nos agobian, que intentemos buscar nuestra propia verdad. Evagrio Póntico, uno de los más importantes monjes escritores del siglo IV afirma que en la oración es donde nuestra alma recobra la paz. El alma es, como lo afirman los Padres de la Iglesia, el “sancta sanctorum”. En él sólo podía entrar el Sumo Sacerdote, con recogimiento, en silencio y como en punta de pies. En la oración, el alma se cierra a los anhelos paganos y a las preocupaciones que a menudo nos torturan. En la oración entramos en contacto con la idea original que Dios pensó para mí y con la intacta belleza con la que Dios me creó.
Nuestra alma merece ser tan cuidada como el mundo. No sería inteligente vivir preocupados por el aire que respiramos y olvidarnos del que alimenta la sangre de nuestra alma.
