Días atrás me encontré con un exalumno convertido ya en profesional. El encuentro, si bien breve, fue gratificante. La conversación giró sobre su experiencia laboral, las maniobras desleales de sus colegas y el esfuerzo por no claudicar ante un sistema moralmente cuestionable. Pude advertir que estaba ante el mismo joven que, años atrás, defendía con firmeza sus convicciones morales en clase. Era lo esperado. Uno no espera recoger uvas de los espinos.

Exactamente, cuando conoces a alguien honesto, entras al territorio de lo previsible. Moralmente hablando, claro está. Por eso se dice que la honestidad genera certidumbre y confianza en las relaciones humanas. Ser honesto es ser genuino, auténtico y obrar con buena fe. De la persona íntegra, no esperas deslealtad, fraude, ni golpes arteros. Como un cristal de roca (cuarzo) incoloro y transparente, permite ver lo que hay detrás: sus virtudes y defectos, también. 

"La honestidad, como toda virtud, forja el carácter moral de la persona. Ahora bien, un acto bueno aislado no nos vuelve honestos". 

La honestidad, como toda virtud, forja el carácter moral de la persona. Ahora bien, un acto bueno aislado no nos vuelve honestos. Ya Aristóteles (384 a.C.Grecia) en "Ética a Nicómaco" decía que una golondrina no hace verano. De allí que la honestidad como toda virtud, entra en el dominio del hábito. Sólo se alcanza mediante la repetición de conductas buenas. 

Tenemos entonces una primera conclusión. Toda virtud requiere esfuerzo, adiestramiento y seguramente, una cuota de renunciamiento a aquello que aleja de la meta. Como quien forja un metal, nuestra voluntad será el martillo que le dará forma. Y esto se cultiva, se trabaja. De allí la importancia de educar en virtudes. La ética cuenta, decía Bernardo Kliksberg ("Más ética más desarrollo" – 2004) Por eso insiste en la necesidad de que los nuevos profesionales deban ser preparados a fondo en sus responsabilidades éticas. En esto las universidades tenemos mucho para aportar.

A la segunda conclusión llegaremos de la mano de Sarmiento. Cuenta en su libro "Facundo" una anécdota de Quiroga. Habiendo detectado el robo de un objeto en la compañía y sin poder descubrir al ladrón, pergeñó una estrategia. Hizo formar a la compañía, entregándoles a todos varitas de igual tamaño, mientras con voz segura decía: "Aquel cuya varita amanezca mañana más grande que las demás, ese es el ladrón". Al día siguiente forma la tropa para comparar las varitas. La sorpresa fue grande cuando comprobó que la vara de un soldado era más corta que las demás. "¡Tú eres!…" gritó Facundo. Y en efecto era el ladronzuelo tan buscado. ¿Qué había pasado?, se preguntará nuestro lector. La respuesta es sencilla: el soldado en cuestión temiendo que su varita creciese, le cortó un pedazo. Llegamos así a la segunda conclusión: el deshonesto vive en la oscuridad, porque ningún acto indecente queda del todo oculto. Y ese temor a ser descubierto, se convertirá en su verdadera cárcel. 

Creo que es el planteo de Lou Marinoff en su libro "Más Platón, menos Prozac" (1999). Planteo que interpela a nuestra voluntad en el objeto de su elección: ¿Vivir con ética para alcanzar paz interior, o vivir bajo los efectos paliativos de algún medicamento, para adormecer culpas y miedos?

Pienso en mi exalumno y en su inspiradora fuerza moral. Seguramente, en la mesita de luz de su habitación, no encontraremos Prozac. Simplemente porque las respuestas no están en un frasco de pastillas.

 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo