Los informes técnicos dicen que la Argentina produce alimentos para 300 millones de personas, no obstante casi el 30% de la población come mal y poco. Hay también indigentes, gente que prácticamente no come. Si se analiza está realidad es fácil comprender que los sistemas que manejan la distribución de alimentos han fracasado y el fracaso, en este tema, puede llegar a ser sinónimo de muerte.

Es absurdo ocultar lo que existe, en este caso el hambre de muchos. Y, en este asunto no puede haber indiferentes. Todos debemos saber qué tenemos y cómo se distribuye y comercializa lo que tenemos. Hay que tener conocimiento -averiguar si no se sabe- por qué faltan alimentos en ciertos sectores de la comunidad nacional.

El conocimiento -en este caso- surge de lo que necesita un ser humano para vivir, de lo que come una persona diariamente para poder aplicarlo luego a la población general.

Un informe de 2007, señalaba que el 26,9% de la población estaba bajo la línea de la pobreza y el 8,7% era indigente. Los datos pertenecen a un informe del matemático Steve Camilli, uno de los fundadores de la Red Argentina de Bancos de Alimentos.

En la misma época se calculaba que alrededor de 400 millones chicos estaban afectados por el hambre en el mundo y que 18.000 morían diariamente por ese problema. En tanto según un estudio de las Naciones Unidas el costo diario para alimentar a un chico era de 0,19 dólares, ese organismo se proponía -entonces- terminar con el hambre de 50 millones de chicos en 2008. Algo que no sucedió porque crecieron simultáneamente la población y las demandas por alimentos.

En 2009, según un informe de la FAO -Organización Mundial de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación- una de cada siete personas se acostaba con hambre en el mundo; 53 millones de personas de América Latina y el Caribe pasaban hambre y 15 millones en los países desarrollados.

La sexta parte de la población sufre desnutrición y según la FAO el número de personas hambrientas "llegará a un récord de más de mil millones de personas", o sea la sexta parte de la humanidad.

En cuanto a la tasa de mortalidad infantil ha descendido -según Unicef- en más de una cuarta parte en las dos últimas décadas -a 65 por cada mil nacidos vivos el año pasado, de 90 en 1990- en gran medida por la distribución cada vez más amplia de tecnologías económicas, como vacunas contra el sarampión y mosquiteros para prevenir el paludismo. Estos datos pertenecen a septiembre de 2009.

Hasta aquí nos hemos expresado con cifras porque ellas dan puntualmente los perfiles de la realidad. Pero cada número, cada unidad, es una persona a la cual están vinculadas sus familiares cercanos y no cercanos, numerosos o no.

Y, en la síntesis, está la vida, la vida que se nos da y que debemos custodiar de la mejor manera. Esa forma necesita fundamentalmente del alimento cuyos costos suben en todo el mundo, por lo tanto la calidad de vida depende también del estado social de la persona, de su trabajo. De su mirada sobre su entorno.

Por ello, desde la conciencia individual hay que pensar en todos para poder construir una conciencia colectiva que responda a la realidad de la vida y a las responsabilidades comunes.

La carestía y el costo de los alimentos deberían incluirse como tema de estudio desde el nivel secundario junto a los de medio ambiente y a los de desastres naturales. Los chicos tienen que conocer el mundo que viven -aunque las vicisitudes las enfrenten sus padres- para poder comprender mañana lo que les tocará vivir.

El terremoto en Chile está en el pesar argentino de manera que hay que enseñar lo que es. Hay que decir que es el movimiento repentino de la Tierra causado por la brusca liberación de energía acumulada durante un largo tiempo.

Hay que saber también que es un Tsunami -del japonés "Tsu" puerto o bahía, "Nami" una ola o serie de olas que se producen en una masa de agua al ser empujadas violentamente por una fuerza que la desplaza verticalmente. Este término fue adoptado en un congreso de 1963.

Son los nuevos tiempos y para enfrentarlo hay que conocer las acechanzas. Tiempos en los que se desvanece el sentido de la seguridad.