Como quien decide a quién invita al asado del domingo en su casa, los asambleístas del puente de Gualeguaychú eligieron a lo patovica: vos sí, vos no.
En plena fantochada, decidieron que ir a alentar a la selección en el temible Centenario es un fin noble, como no lo es el derecho de miles de uruguayos de ir a su país a elegir presidente. Parados en la puerta, unos más rubiecitos o otros más negritos. A unos les levantaron la barrera y a otros se la mantuvieron a la altura del pecho. Y así seguirán.
Cuál habrá sido el criterio de los piqueteros vecinales entrerrianos para decidir esta semana que haya hijos y entenados para su fundamentalismo, es un asunto que interesa menos. Excepto que haya sido premiar a los nacionales que pudieron sacar la entrada popular a $200 y pagar viaje y estadía para no dejar solos a Messi, Verón y compañía; y condenar a los extranjeros pretensiosos de ejercer su derecho cívico. Con lo cual los celeste y blanco deberemos estar sumando entonces a los uruguayos a la lista de vecinos a los que discriminamos de manera salvaje, y que ya integran bolivianos y paraguayos castigados gratis desde el tablón futbolero.
Lo que más interesa es que la tremenda contradicción entre construir puentes y mantenerlos cortados se mantiene sin alteraciones desde hace más de 3 años. Y cada día que pasa, la conducta remite cada vez más a quienes la comenten y a quienes las toleran -ciudadanos y autoridades argentinas- a un rincón paleozoico cada vez más difícil de comprender.
Fue igual de torpe el gesto cuando se bajó la barrera, que ahora que ya transcurrieron varios años. Pero a esta altura, no sólo la mayoría ciudadana nacional sino los propios entrerrianos comienzan a comprender el absurdo, bajo argumento de contaminación que aún no dispone de soporte técnico y esperando el fallo en La Haya. Desde arriba de la atalaya, vos sí y vos no.
Cinco delegados despedidos por la compañía estadounidense Kraft en su planta de General Pacheco han desencadenado una monumental seguidilla de cortes de calle en Buenos Aires, con ramificaciones en algunas de las ciudades más importantes del país.
El conflicto laboral tiene agarrada del cuello a la gente, a la espera de que los caballeros se pongan de acuerdo y permitan el libre tránsito en la ciudad. Y será difícil que eso ocurra: además de una clásica pulseada entre patronal y gremios, hay en ciernes una sorda disputa por la representatividad entre un sindicato alineado a los gordos moyanistas y una comisión interna radicalizada en manos de dirigentes de izquierda que no sólo combaten a la patronal sino también a la agrupación sindical que los debe defender.
Con un condimento ideológico que lo hace único: una multinacional, un gremio K aferrado a una legislación que les da privilegios, y una comisión movilizada desde las banderas rojas y el gesto anárquico según el cual nada tiene derecho a crecer en los alrededores si no se soluciona su propio conflicto.
Cinco delegados despedidos es un conflicto laboral de escala media en el contexto de los tribunales civiles donde se dirimen diferencias laborales en este país. Aún hoy, en las sedes judiciales de San Juan se sustancian algunos procesos con más gente involucrada, que son familias con iguales derechos a los de estos sujetos que han decidido tomar de rehenes al ciudadano común.
Pero la cosa es que la lucha social cotiza tan en alza que hasta es capaz de atropellar cualquier otro derecho civil sin que nadie se disponga a frenarlo, bajo temor de ser acusado de pertenecer vaya a saber uno a qué método de castración.
Hoy, los manifestantes de agrupaciones políticas movilizadas son los dueños de las calles. Deciden con amplio dominio del espacio común, cuándo cortar, en qué momento, deliberan a quién permitirle el paso y se convierten en propietarios inobjetables de lo que es de todos. Buenos Aires es hoy un pandemonium y la gente que debe levantarse todos los días a trabajar para alimentar a su familia -con los mismos derechos que el resto, vale resaltar- debe antes mirar cómo están de enojados los amigos de la Kraf para saber si podrán llegar a sus empleos.
Desde que una bala policial mató al docente Fuentealba en Neuquén en abril de 2007, quedó consagrado el sacrosanto sentido de la protesta social. Ya nadie pudo atreverse a levantarle la mano, ni siquiera en nombre de los derechos ajenos.
Pasaron los meses, los años, y la tendencia comenzó a radicalizarse. Un puente cortado para exigir el desmonte de una pastera localizada en otro país, una ruta obstaculizada ante cualquier reclamo sectorial, y la fuerza pública viendo la película por la tele.
Y fue justamente esa inoperancia la que encendió la llama de la crisis generalizada en los tiempos de tensión entre el gobierno y el campo: si los chacareros no se hubiesen sentido propietarios de los derechos ajenos como ahora lo hacen los militantes de la izquierda, el reclamo del campo no hubiera dispuesto del efecto multiplicador de los cortes de ruta y el consecuente desabastecimiento de las ciudades, y el asunto no hubiera podido exceder la dimensión del reclamo de cualquier otro sector que se sienta vulnerado.
¿No vale para ésto, como nos gusta como deporte a los argentinos, mirarnos en el espejo del mundo? En qué sitio uno puede ver por la tele que cualquiera se sienta en el medio de una calle invocando un reclamo justo y por ése sólo hecho ser merecedor de un trato privilegiado? Ni en el mundo capitalista, ni en Cuba, China o Venezuela.
Sí señor, en cambio, en el país de la patota. Donde el orden de prioridades se establece según los decibeles con los que uno sea capaz de gritar. Y la ley de la jungla, entonces, queda bastante lejos de ser una fantasía.
Será este, a riesgo de que alguien presente pruebas en contrario, el único país del mundo en el que el derecho al reclamo figura por encima de todos los otros derechos. Con un condimento curioso: siempre apuntan estos movimientos a los costados más indefensos del tejido social, los que no pueden hacer nada.
No afectan los cortes de calles y rutas a los dueños de las compañías a las que se dirigen, que hasta suelen movilizarse en costosos helicópteros. Le pegan a la frente al laburante, al que toma el transporte público o agarra su auto para llegar al centro. A lo macho, y con la ilusoria esperanza que el malhumor social sea el que castigue a los responsables de las injusticias.
Así todo, a las piñas. Asustados todos por la jueza que hizo valer su autoridad denigrando a sus subalternas, aunque el gesto esté más cerca de la normalidad que de la excepción.
O extrañados por las bajezas del Maradona post-clasificación que nos devuelve la triste imagen de nuestro propio inconciente colectivo.
Del otro lado de la cordillera, Marcelo Bielsa tiene a un país rendido a sus pies. Es la otra cara, la moderación y los principios. Del discurso medido y la mesura de salir a ganar aunque beneficiara al viejo rival de Chile, el equipo al que se debe.
Bielsa es argentino, pero por alguna razón también fue víctima de la patota. No dirige a la celeste y blanca, ni vive por ahora en el país.
