La 62da. Conferencia de la Comisión Ballenera Internacional (CBI), la organización integrada por 88 países, incluyendo a la Argentina, está deliberando desde el lunes último en Agadir, Marruecos, con una iniciativa insólita: hacer lugar a las presiones de naciones depredadoras, para imponer una cacería regulada con cupos anuales, es decir, legitimar una irracionalidad ambiental de difícil control.

Este ataque demencial al coloso de los mares, que amenaza con hacer desaparecer la especie, es el que llevó a establecer políticas proteccionistas con el apoyo de las Naciones Unidas y no obstante los acuerdos firmados y ratificados por los diferentes gobiernos, las capturas justificadas por supuestos "fines científicos” -como las que lleva a cabo Japón-, siguen diezmando los mares donde habita el mayor mamífero del mundo. Se suma a esta supuesta finalidad científica, la caza aborigen tradicional, parte del medio de vida de subsistencia de numerosas poblaciones del ártico, con lo cual se estima en unos 2.000 ejemplares, los que terminan procesados para consumo humano e industrializados en la industria cosmética, o simplemente como combustible. El aceite de ballena fue antecesor del petróleo como combustible hasta principios del siglo XX.

La protección de la ballena, en manos de la CBI, ordenó una moratoria de caza, en 1982 y de aplicación efectiva desde 1986, a pesar de la caza encubierta de Japón, Noruega e Islandia, pero ahora está en discusión la absurda propuesta de la propia Comisión de abrir la caza comercial con cupos anuales.

El tema, para Argentina, es de suma gravedad ante el atractivo turístico de la ballena franca austral en la Península de Valdés. Esta especie no es de las que se cazarían, de aprobarse el polémico documento de la CNI, pero nada asegura que si las capturas reducen las otras especies hasta la desaparición, las flotas balleneras pongan proa hacia nuestro litoral marítimo.

La ballena franca estuvo a punto de extinguirse por las matanzas masivas. Se estima que hubo unos 100.000 ejemplares en el Atlántico Sur hasta el siglo XIX, y su captura continuó hasta 1961-62. Ahora, gracias a la protección argentina existen alrededor de 17.000 ejemplares, dando lugar al avistaje, una actividad comercial sustentable y más rentable que el exterminio.