Hasta 1914 la neutralidad era un derecho de las naciones respetado en el orden internacional. Frente a una guerra que contraponía a dos o más Estados, los terceros ajenos al conflicto podían mantener relaciones con los contendientes sin necesidad de colocarse en lugar de ninguno de los dos bandos.
La posibilidad de la neutralidad estaba dada porque la guerra no se consideraba un crimen, sino una forma más de resolver conflictos internacionales. Desde la formación de los Estados modernos hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, al menos en principio, no se juzgaba moralmente al Estado que iniciaba una guerra. La justicia o injusticia de una causa no podía ser determinada objetivamente y, por tanto, una guerra era justa si era decidida por un soberano mediante una declaración formal. Lo que sí debía cumplirse era el "ius in bello”, es decir, las normas que rigen las hostilidades durante la guerra.
Todo cambió cuando la moral volvió a usarse para justificar la guerra. Nuevamente se consideró a la guerra como un castigo por un crimen o como una cruzada para salvar ciertos valores. Antes había sido la religión y, ya en el siglo XX, sería la "democracia” o la "civilización”.
Este proceso se agudizó hace cien años durante la Gran Guerra. Se trató de criminal al Imperio Alemán y se le adjudicó toda la responsabilidad de la contienda. Esta responsabilidad es más que discutible, ya que el Imperio Austro-Húngaro, Rusia y Francia también buscaron la guerra.
Es cierto que Alemania cometió varias y graves infracciones al orden internacional, siendo la principal de ellas la invasión a un país neutral como Bélgica. Sin embargo, esto no implica que la lucha haya sido entre democracia y autoritarismo o entre civilización y barbarie, tal cual afirmaba la propaganda aliada.
Frente a una opción semejante no es posible ser neutral. Frente a criminales que luchan por sostener un régimen despótico (imagen propagada del Imperio Alemán) no hay opción posible.
El problema de la guerra justa, tal cual lo sabía San Agustín, es que sólo puede ser justa para uno de los bandos en conflicto. Quien aduce la justicia de su causa impugna la justificación de su oponente. En un dilema semejante el tercero está excluido: o se está a favor de la justicia o no se lo está y quien permanece neutral no está a favor de la justicia.
La creencia en la justicia de la causa aliada era el fundamento de los llamados "rupturistas” en la Argentina, quienes insistían en declarar la guerra a las potencias centrales.
Juan B. Justo, líder del partido socialista, argumentaba que la Argentina debía luchar junto a "la gran democracia norteamericana” que combatía en "nombre de la libertad y la paz, al lado de Inglaterra sin papa y sin aduanas y de la república francesa”. Para Leopoldo Lugones, Alemania era una potencia gobernada por "déspotas” que basaba su accionar en el crimen y la calumnia. Incluso afirmaba que era una "inmoralidad el fundamento de la patria germánica”. ¿Quién quiere estar del lado de los "inmorales”, "déspotas” e "incivilizados”?
Además de la engañosa dialéctica planteada, lo que parecía olvidar la oposición al entonces presidente Hipólito Yrigoyen es una enseñanza central de Maquiavelo sobre política internacional. Según el florentino, no convenía ser neutral en las contiendas. Sin embargo, aconsejaba no aliarse nunca "con alguien más poderoso”, ya que "si vence te conviertes en su prisionero y los príncipes han de evitar, en lo posible, estar a la merced de otros”.
Norberto Galasso afirma que fue en la política internacional donde más se destacó Yrigoyen. Quizás tenga razón ya que, a pesar de la presión interna e internacional, la postura del caudillo radical evitó el sometimiento a algún imperio en pugna. Pese a la neutralidad, el radicalismo ganó las elecciones legislativas y el presidente fue invitado por Woodrow Wilson a una visita de honor a los EEUU al final de la guerra, visita que don Hipólito rehusó.
De esta forma, Argentina logró sostener un derecho caduco para su tiempo: el derecho a ser neutrales frente a conflictos ajenos a nuestra región y que, bajo el manto de una lucha civilizatoria y democrática, dirimía sólo la hegemonía económica y política del mundo.
(*) Doctorando en Derecho y Ciencias Sociales, UNC. Becario del Conicet. Adscripto a Derecho Internacional Público y Derecho Político, UNSJ.
