Tomando Jesús de nuevo la palabra les habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: "El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió a sus servidores a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía otros siervos, con este encargo: "Mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; vengan a la boda”. Pero ellos, sin hacer caso, se fueron uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los siervos, los maltrataron y los mataron. Al enterarse, el rey se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad. Luego dijo a sus servidores: "El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren”. Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales. Cuando entró el rey a ver a los comensales vio allí uno que no tenía traje de boda. Le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de bodas?”. Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a los servidores: "Atenle de pies y manos, y arrójenlo a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son llamados, pero pocos los elegidos” (Mt 22,1-14).

Desde hace ya bastante tiempo se escucha hablar con más frecuencia del wedding planner, un profesional que asiste a los novios en la organización de la fiesta de casamiento. El ingreso de tal personaje podría revelar una cultura que pone en primer lugar la imagen, la moda, el adecuarse a los estereotipos que es necesario conocer para evitar luego críticas punzantes. Preparar una fiesta de casamiento es algo fatigoso, que implica además un gasto considerable a nivel económico. Pero no se debe ignorar el valor simbólico de todo esto: comer juntos implica permitir a los demás el compartir la propia felicidad. Compartir la misma mesa subraya la familiaridad y la confianza. Por eso el capítulo "personas a invitar” tiene una relevancia decisiva y no debería ser una mera formalidad. En las lecturas de este domingo contemplamos los gestos y las atenciones de Dios en la preparación de este banquete nupcial al que hace referencia la parábola, y que es para todos los pueblos. La salvación es una fiesta. En tiempos de pandemia escuchamos hablar de "fiestas clandestinas”. "Fiesta clandestina”: dos palabras que no pueden ir juntas. Una fiesta es una experiencia común de alegría, un momento de acción de gracias. Una fiesta alimenta los corazones, renueva la esperanza. Da fuerzas para vivir los sufrimientos y las dificultades de la vida cotidiana.

A Jesús le hacía feliz celebrar en torno a una mesa. Comenzó su ministerio público en una fiesta de bodas y concluyó su vida en la última Cena. En este banquete está la invitación de Dios a compartir una relación íntima con él. Los hombres y mujeres de todos los tiempos son aquellos con los que Dios desea compartir la existencia. Y en esta comida de bodas, Dios no ahorra nada, no controla los gastos, nos espera y continúa a llamarnos, no obstante todas las resistencias y rechazos de nuestra parte. Sí, porque uno de los riesgos en la preparación de una fiesta es el de quedarse solo. Pensemos cómo se puede sentir una persona que ha organizado un gran banquete con todo lo que tenía y se encuentra el día de la fiesta sin nadie de los invitados. Invitar a una fiesta es correr el riesgo que te digan "no puedo”, aunque muchas veces detrás de esa expresión está el "no quiero”. Y lo maravilloso es que Dios, con nosotros, está dispuesto a correr ese riesgo. Los primeros invitados despreciaron la invitación; pero también la desprecian los que no se esfuerzan por vivir de manera digna de ella, es decir, los que no hacen nada por proveerse del vestido adecuado. "El vestido de lino son las buenas obras de los santos” (cf. Apoc 19,8). El que no lleve este vestido será arrojado fuera del banquete, según la orden que el rey dio a los sirvientes: "Atenle de pies y manos. Arrójenles a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Comentando este texto evangélico, san Agustín afirma que el traje de fiesta es el amor. Se trata de un vestido interior. San Gregorio Magno señala que el vestido de fiesta es la caridad, tejido con dos hilos: el amor a Dios y el amor al prójimo. Cuando se vive el amor, la rutina desaparece (cf. Sermón 90). La llamada de Dios es enteramente gratuita; pero exige de los que han sido llamados una conducta coherente con su condición de elegidos.

 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández