Llega 2019. Así lo marca el calendario gregoriano establecido por el papa Gregorio XIII en 1582. Es tiempo de brindis, de encuentros, recuerdos y balance del año que termina. Es una época donde nuestra mente viaja al pasado y en osado envión, se proyecta hacia el mañana. Es tiempo de memoria y esperanza.

He aquí la paradoja del reloj: desde nuestro hoy, miramos el ayer con la vista puesta en el horizonte. Efectivamente, la vida nos demuestra que no tenemos otra forma de existir sino es lanzados siempre hacia adelante. Vivir anclado en el pretérito es una forma de perderse el presente. "Mirar para atrás casi siempre paraliza los pies”, se puede escuchar en un conocido tema del rock nacional (La Vela Puerca, La calle Adicción, 2014).

Ahora bien, la propia experiencia nos demuestra que no siempre lo logramos. Más de una vez nos refugiamos en el pasado para evitar los riegos de un mañana incierto. Surge así un interrogante, casi inevitable: ¿por qué empecinarnos en vivir en el ayer, negándonos la posibilidad de disfrutar de un futuro mejor?

Una primera reflexión. Los recuerdos y el pasado están inscriptos en la memoria, mientras que el futuro se encuentra en el presente como deseo, motor de la voluntad. El pasado nos enseña, mientras que el deseo o anhelo de mejorar, nos arroja al futuro y pone de nuevo en el camino. Por eso, mirar el pasado, sabiendo soltar a tiempo el lastre, es la única forma de convertir nuestras experiencias, alegres o tristes, en aprendizaje para avanzar en la búsqueda del propio bien. Casi sin poder distinguir donde comienza uno y termina el otro, la nostalgia de lo que fue y la esperanza de lo que vendrá, lo cierto es que son ingredientes básicos de este elixir apasionante que es la vida.

Sin embargo, no pocas veces, insistimos en instalarnos en la comodidad del pasado, zona que dominamos porque es un pensamiento de algo que pasó, y no una nueva realidad que nos interpela. Lo incierto, el acontecer de la vida, nos inquieta, preocupa y atemoriza. Pero, como dice sabiamente un refrán ruso: "añorar el pasado es correr tras el viento”. Porque vivir es un verbo que se conjuga en tiempo presente, pero mirando al futuro, porque la meta o fin siempre habita en el mañana. Por eso vivir es sinónimo de esperanza.

Una segunda y última reflexión: llega fin de año, tiempo de balances, lleno de nostalgias y deseos, como popa y proa que van marcando un rumbo. Añoranza o nostalgia de lo que fue, de lo que no pudo ser, de los logros, de lo que perdimos, de los aciertos o errores cometidos, de los fracasos y caídas, en la lucha siempre dura, por la virtud. Pero también es tiempo de esperanza, de resurgir, de nacimientos resilientes, que impulsan a superar las propias limitaciones. Es momento de reinventarnos, de creer en la magia de los sueños, del valor de los grandes ideales, de los propósitos nobles y de las empresas temerarias por su audacia. De enterrar ese hombre viejo que aflora cuando la mediocridad nos va ganando, para revestirnos de ese hombre nuevo que no escatima sacrificio en su lucha cotidiana por ser cada vez más "humano”, ser humano.

No es empresa fácil soltar amarras y dejar atrás el pasado. La nostalgia es un hermoso sentimiento, pero puede ser dañino cuando nos impide volar o dejar partir… ¿Por qué no pensar que 2019 es el mejor año para intentarlo?

 

Por Miryan Andújar 
Docente e investigadora Instituto de Bioética – Universidad Católica de Cuyo.