Volvió a su San Juan, del cual se había ido a los 14 años llevándose años después toda su familia. Llegó a las cúspides del tango, cuando para ello debía competir con figuras extraordinarias, como él también lo era. Y ahí estaba, a sus casi 89, sentadito al pie del escenario aguardando un nuevo instante de luz y compromiso, como es toda actuación, un nuevo examen ante la gente, esta vez luego de 20 largos años de ausencia. La cabeza rendida a nieves y batallas iluminadas, el cuerpito frágil, el bastón azul dirigiendo los duende de esa noche exclusiva.
Fue necesario ayudarlo para que se levantara y caminara 5 pasos hasta el micrófono. Allí se paró mirando firme hacia delante. Escudriñó la noche de fuego. Soltó sus brazos cansados a los costados y comenzó su canto. Entonces, el hombre cargado de años y evidentes cansancios dio paso al artista. Fue como si Alejandro Washington Alé (éste su nombre) diera paso a Alberto Podestá, y la historia añosa y triunfal se le metiera en los intersticios del alma a defenderlo del tiempo y los cansancios. Afirmó la vida casi temblorosa en las fogosas guitarras y los arrabales, y arrancó su épica defensa de los sueños y la dignidad de los acordes. Su pulso se volvió bronce, su voz llamarada. Aquel gajito de lirios casi derrotados que colocaron con ternura en el escenario, se convirtió en estatua de zorzales, en guerrero del compás y las esquinas de bandoneones. Su garganta subió a un firmamento de pasiones y melancolías. El cantor había destronado al hombre, por unos minutos. Lo vimos vigoroso. Se nos puso de frente a nuestras emociones y, sin permiso y ante nuestra fascinación, nos atropelló de lunas y batallas, desgranó la música ciudadana con su conocida trova recostada en un vozarrón varonil e inequívoco, nos arrebató insolente las conmiseraciones y los miedos, fue vendaval de aceros, campanario de romances, misa profana de conventillos enamorados, zaguanes de ausencias, organito y abasto.
Cuando los bis trataban de quedárselo para esta tierra que (una vez más ) había sido ingrata con sus ídolos, dejó alguna frase triste donde aquella ingratitud parecía alojarse; dejó el micrófono compañero, y volvió a sus huesos y sus canas. Cuando las bordonas lo convoquen a la luz y las pajareras, habrá de ser de nuevo el gran cantor que ha derrotado el tiempo y los temores.
(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.
