Cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!". Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten piedad de mí!". Jesús se detuvo y dijo: "Llámenlo". Entonces llamaron al ciego y le dijeron: "¡Ánimo, levántate! Él te llama". Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él. Jesús le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". Él le respondió: "Maestro, que yo pueda ver". Jesús le dijo: "Vete, tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino (Mc 10,46-52).

El evangelio de Marcos desea responder a dos preguntas: 1) "¿Quién es Jesús?", y 2) "¿Quién es el discípulo y cómo se puede llegar a ser tal?". La primera parte de este evangelio (1,14-8,30) abarca toda la actividad de Jesús en Galilea, y concluye en el momento en que Pedro reconoce en Cesarea de Filipo, el mesianismo del Maestro: "Tú eres el Cristo" (8,29). Se trata de un punto de llegada y de partida. Sigue luego la segunda parte (8,31-16,8). Podríamos designarla como "la sección del camino". Jesús se dirige caminando a Jerusalén para consumar el hecho central de la pasión, muerte y resurrección. Quien desea ser su discípulo debe caminar detrás de él, no delante. Nos encontramos en Jericó: la puerta de Judea hacia Oriente. En el centro está Bartimeo. Es un hombre marginal, ciego y reducido a mendigar al borde del camino. No tiene nombre propio. Es el "hijo de Timeo" (en hebreo "bar" es hijo, y "Timeo", el nombre de su padre). Timeo significa "el honrado, el apreciado". Será curado por el "Despreciado" Jesús, de quien se decía despectivamente: "¿No es éste el carpintero, el hijo de María?" (Mc 6,4). Bartimeo es el resultado de "la cultura del descarte", de la que tanto nos habla y advierte el papa Francisco, y del que nadie se quiere hacer cargo. Se entera que pasa por allí Jesús de Nazaret. Sólo es guiado por voces. Siendo ciego, nunca lo había visto ni encontrado. Sólo conocía "de oídas", la fama de este rabino galileo. En su corazón anida el anhelo de ver la luz para salir de las tinieblas. Al enterarse que pasaba por allí Jesús, comienza a gritar: "Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí". Tiene la fuerza para gritar y hacerse sentir, con la personal convicción que Jesús lo puede escuchar sin indiferencia y curar plenamente.

Esta es la primera condición necesaria para el encuentro con el Nazareno: perder el miedo, la desconfianza, la falta de esperanza. Se trata de "levantarse" (en griego: "egheíro"); resucitar para ponerse de pie y en camino, porque esa es la postura propia del hombre que tiene futuro. La persona es un "homo viator spe erectus"; un peregrino al que lo mantiene en pie la esperanza. El ciego arrojó su manto, pegó un salto y fue hacia él. Es un pobre que no tiene nada. El manto es signo de su identidad de excluido, su única e inalienable propiedad. El manto era presentado en el Antiguo Testamento como la única riqueza del pobre para defender la propia vida. La Ley decía: "Si le sacas el manto a un pobre, restitúyeselo antes que se ponga el sol, porque es la única defensa de su vida" (Dt 24,13). Arrojándolo, se despoja de su mínima seguridad, para ponerse de pie delante de Jesús. Éste no presume de la necesidad de quien lo ha invocado, ni se dirige a él de modo lastimero. Para que el ciego pueda expresar con propias palabras la necesidad que lo agobia, lo interroga: "¿Qué quieres que haga por ti?". Bartimeo le responde: "Rabbuní, mi maestro bueno, que yo pueda ver". La oración del no vidente es deseo de ver más allá de los ojos. Ver con el corazón desde la luz de la fe. A este anhelo, Jesús responde: "Vete, tu fe te ha salvado". Son las mismas palabras que él había expresado a quien le rogaba salvación: la hemorroísa (Mc 5,34), la pecadora perdonada (Lc 7,50), el leproso agradecido (Lc 17,19). Jesús no dice: "Yo te he salvado", sino "tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió danzando por el camino. De mendigo excluido de la luz, pasó a ser discípulo incluido y transfigurado. Quienes leemos el evangelio de hoy debemos tomar conciencia de la propia ceguera y gritarle a Jesús: "Ten piedad de mí", descubriendo que en muchas ocasiones somos no videntes. Podemos orar de ese modo, y al mismo tiempo suplicarle: "Señor Jesús que curaste al ciego de nacimiento y a Nicodemo también, derrama sobre mis pupilas secas, dos gotas frescas de fe". Es que no hay que ver para creer, sino creer para ver.