El problema que se originó en la ciudad de Córdoba la semana pasada, hasta que la policía consiguió un aumento salarial, mimetizándose en los destacamentos de prácticamente todo el país, desnuda una nueva crisis argentina que va más allá de los problemas económicos que asfixian a los sectores más vulnerables. Una crisis de la que se deben deslindar responsabilidades.

Primero, las policías. Si bien todo ciudadano, según la Constitución Nacional, tiene garantías para la libertad de asociación, no todos pueden gozar de los mismos niveles de ese derecho. Si los policías hubiesen hecho huelga escalonada y no se hubiera producido ningún desborde de inseguridad, seguramente estarían protegidos por los principios constitucionales.

Si a sabiendas de que su protesta causaría desmanes y azuzarían mayor inseguridad, y se cruzaran enteramente de brazos para poder conseguir sus fines, su libertad de asociación estaría más emparentada con el chantaje que con otra cosa.

Segundo, la población. Por más vulnerable o pobre que alguien sea, ello no da patente de corso para aprovechar situaciones y transformarse en un ladrón enmascarándose en el protegido anonimato que ofrecen los saqueos populares, ya sea para desvalijar supermercados o negocios de electrodomésticos o generar violencia. Es obvio que esto denota una brecha más profunda que aquella que deviene de la condición deplorable de muchos que siguen marginados económica y socialmente.

Tercero, el Gobierno. Si bien este no se ha comportado como el venezolano de Nicolás Maduro, que fue quien semanas atrás incentivó a la población a robar negocios de electrodomésticos, el gobierno argentino peca por omisión y manipulación. Corto de mente y muy político, miró hacia el otro lado cuando comenzó la crisis en Córdoba porque se trataba de un gobernador antagonista, con escasa visión para advertir que todo movimiento de desorden que comienza en Córdoba, como reguero de pólvora siempre termina por afectar a todo el país. Pero hasta aquí se trata de lo superficial.

En la profundidad, el gobierno nacional es responsable por manipular, desde los índices de inflación hasta los de pobreza, y por tratar de remediar absolutamente todo con elementos que lo transforman a cualquier gobierno en demagógico: Exposición pública de sus aciertos y clientelismo. Estos dos elementos son de los que consumen una gran parte del presupuesto nacional. La ausencia de diálogo sincero y una oposición negativa agravan la situación.

La crisis actual demuestra que la demagogia tarde o temprano queda desenmascarada, ya que la propaganda excesiva deja de ser eficiente cuando es superada por la realidad y que los clientes del clientelismo siempre terminarán insatisfechos y pedirán más y más.