La imagen me ha quedado imperecedera: Uno entraba por el largo pasillo, y veía a mi abuela sentadita al fondo de la cocina de la humilde casa, mirando hacia la calle; sus celestes ojos ya cansados, eran faroles transparentes de cielo, desparramando ternura en aquella tardecita de un mundo ya inalcanzable. Retazos de remembranzas guardan en el corazón esa pintura, pero las cosas no volverán atrás. Uno quisiera trasponer el vacío del tiempo, y estar otra vez ahí. ¡Qué no daría por eso! ¡Qué por encontrarme presenciando en algún lugar de esa cierta eternidad que nos regala la memoria, alguno de esos instantes donde fuimos tan sencillamente felices!

La figura dulce de mi abuela prácticamente supera todo otro recuerdo sobre ella; como si ese espejo tibio de mi evocación donde ella me mira mansamente, fuera un regalo que me dejó para seguir teniéndola a mi lado, libre de pérdidas, intacta de eternidad.

Cuando pasan días y años en ese camino siempre inaugural que es la vida, y uno va comprendiendo el verdadero valor de las cosas, se nos ofrece un inventario de luces y sombras donde debemos dar a cada uno lo suyo, a cada cosa su valor. Esas pequeñeces componen la vida. Las cúspides y los abismos pasan; quedan los instantes de luz, el sol que nadie puede taparnos.

Una vez escribí un cuento donde refería que, si los ojos son lo último en morir, se llevan instantes que el ser humano no alcanzará; y hasta pueden sobrevivir en otro ser. Entonces pensaba que, en ese caso, se llevan al nuevo ser alguna memoria del anterior, una especie de transmigración de los sentimientos. La idea me sirve para imaginar que aquellos ojos de mi abuela, puedan perpetuarse desde el cobijo de nuestras memoria; cruzar territorios y sentimientos; mirar el mundo actual con la inocencia de aquel mundo más puro; llorar las paulatinas ausencias de los seres queridos; cobijarnos en el abrigo de su simple sabiduría; consagrar el celeste como el color de la vida.