Los miró con esa vida lastimada que le volaba desde su interior. Pidió auxilio a manotazos de gemiditos, y se entregó a ellos. El pumita estaba tirado, agonizante, al costado del camino, junto su madre muerta. Seguramente, se llevaría por años esa imagen final de su progenitora en parálisis, en cruz, en definitiva sombra.
Lo alzaron -gatito herido de abandono- sin pensar otra cosa que protegerlo; también sin saber qué harían con él con el tiempo; pero seguros de que se llevaban a casa el amor a cuestas en el hueco de esos brazos de la niña maternal y estremecida.
Se integró el animalito a la casa. Allí compartió amores con el gato, el perro y la familia. Creció junto a ellos, durmió junto a ellos, se convirtió en nuevo y extraño símbolo del amor que podemos tener por los animales. Y siguió creciendo. Claro está, no es lo mismo un pumita que un puma grande. Ya estaban seguros que lo amaban, pero no lo que correspondía hacer de ahora en más. Consultaron mucho sobre el comportamiento de estos animales originariamente salvajes. Poco se les pudo aportar, porque poca experiencia existe sobre la convivencia con ellos.
Aunque no había tenido ningún gesto agresivo, nadie se arriesgó a asegurar que la excelente relación sería permanente, tratándose de animales en esencia feroces. Entonces decidieron una acción dolorosa: llevarlo a un criadero donde podrían cobijarlo. La sombra de un nuevo abandono rondó por la casa.
Para el puma, la madre de la niña se había constituido en su madre, y la criatura su compañerita permanente. En la nebulosa de su pasado la imagen de su madre muerta había sido dulcemente desplazada por el amor familiar.
Lo van a visitar a menudo. Sobre todo, cuando ve venir a la mujer, se estremece, salta y gime, la lame, la festeja, le declara su cariño.
En los ojos inexplicables del puma adulto se espeja una historia por la cual es mitad salvaje, mitad manso; por la cual guarda en algún costadito de sus sentimientos inexplorados una madre muerta y una madre viva, una reminiscencia agreste y un amor familiar.