Otra vez el chillido del esmeril afinando hierros, inunda la manzana y sube a la nochecita por el grito de los gatos. Poco se lo había escuchado en el día. Nadie podía sospechar que el sonido viniera desde el taller, porque fue cerrado cuando murió Faustino. Nadie, salvo el Toti, porque él lo verificó cuando pasaba por la vereda. Y desde entonces siguió escuchándose.

Cuando el Toti le dijo a su madre que podía afilar sus cuchillos en el derogado taller de su padre, María lo retó y le volvió a explicar lo que todos sabían, que allí ya no vivía nadie.

Sin embargo, porque los ruidos continuaban, fue necesario que la mujer empuñara la llave que jamás había usado luego de la muerte de Faustino, para comprobar qué ocurría adentro, por qué chillaba el viejo esmeril. Fue ratificado el silencio y la soledad del lugar, y todos se quedaron tranquilos; pero por poco tiempo, hasta que la ruedita afiladora volvió a sonar. Y hubo muchos que al pasar por allí escucharon pasos en el interior, y eso se hizo casi cotidiano, hasta que se obtuvo orden de allanamiento para evitar que la casa fuera usurpada. Nadie había allí. Pasó desapercibido que el mostrador estuviera sin polvo y allí la boinita gris de Faustino.

María ya no pudo recriminar al niño, quien insistía en sus vivencias, a pesar de la soledad del viejo taller que se derramaba por sus grietas. El desabrigo parecía retorcer su puerta azul. Otoños de cobre derrotado le caían por todos lados. Un día, un perro que buscaba amparo, se paró de golpe y no dejó de ladrar hacia su interior hasta que María vino a preguntarle por su obstinación. El animal la miró un instante y comenzó a gemirle ausencias, a gritarle presencias, cosas que ella comenzó a entender; y el perro no se movió de allí hasta que los vecinos lo corrieron. Otro día, un vendedor de frutas aseguró que en esa casa abandonada le habían comprado algo. Y el cartero que traía un telegrama para un vecino con domicilio incierto, aseguró que cuando golpeó la puerta azul, desde adentro una voz le indicó donde dejar el papel. Todo comenzó a hacerse de leyenda y magia. Un día, una novena se paró en el lugar y rezó algo especial. Y otro, alguien colgó allí un trapo amarillo. Y nadie pudo parar el esmeril que desde adentro construía ausencias. Entonces, un día transparente como su alma, María decidió lo que sólo ella sabía que correspondía hacer: le dijo al Toti que pusiera sus cosas en la ajada valija y que la ayudara a iniciar cambio de domicilio. Llegó a la puerta azul con un vestidito de septiembre, entrada la primavera. Algo la impulsó a golpear, antes de colocar la llave en la cerradura, pero se abstuvo. La puerta se quejó en clave de nostalgias. Entró. Desde ese día de un septiembre entrado en sueños, nadie nunca más escuchó un ruido extraño en la casa del viejo taller.