Copiapó, el epicentro informativo mundial esta semana, está a pocos kilómetros de San Juan. Si uno los toma de manera lineal y sin las curvas y contracurvas de la cordillera, más cerca todavía. Y si uno la localiza el mapa del Google Earth podrá advertir que la proximidad geográfica se extiende a las tonalidades: la atraviesa un río que cruza con un verde suave el ocre impiadoso de la montaña árida. Bien árida.
Desde ese lugar y en medio de la epopeya a la que acaba de asistir la humanidad incrédula se derraman moralejas de todos los colores. Para todo el mundo porque apuntan a la fortaleza de espíritu, y especialmente para San Juan porque conjuga las mismas palabras que Copiapó, en el margen Sur del impiadoso Atacama: desierto, esfuerzo, minería.
La primera de aquellas moralejas la entregó Julio Bazán, el decano notero de Canal 13 argentino sin cuya presencia ningún episodio resonante -ya sea revuelta, revolución, pelea callejera o rescate heróico- puede ser considerado como tal. Encontró al hermano de uno de los mineros atrapados para llenar el tiempo previo al rescate, y le preguntó a qué se dedica: "Somos todos mineros en la familia -le dijo-, salvo yo". El cronista argentino buscaba un título fulminante y repreguntó: "Y después de este incidente, ¿le pedirán que se dedique a otra cosa?". El hombre lo miró como no entendiendo, seleccionó con rapidez las opciones para responder y optó por un piadoso "yyyy……es lo que hay para hacer acá".
A los acostumbrados a identificar la acepción minería con la presencia del mismísimo Satanás les pareció extraño comprender cómo una sociedad entera -regional en Copiapó, nacional en el país- se movía con absoluta naturalidad con la actividad. Sin reclamos altisonantes por clausurar las explotaciones subterráneas o planteos sobre saqueos, calamidades y otras yerbas. Más bien lo contrario: toda la iconografía de la minería que alimenta a sus familias bien expuesta, con cascos puestos, con Codelco, con ministro y con el orgulloso "Chi, chi, chi, le, le le, los mineros de Chile" que aún retumba.
Primero, hay ministro. La jerarquía sirve para identificar la importancia que le otorga un país a una actividad: En Chile siempre hubo ministro de Minería y hasta Brasil lo tiene, sin ir más lejos Dilma Roussef -la posible nueva presidente- lo fue de Lula, mientras en Argentina el cargo es una secretaría de la misma dimensión que la gravitación de la minería en la economía nacional: ninguna.
Lawrence Golborne es el ministro de Minería chileno desde el inicio del mandato de Piñera. Lleva nombre de rasgos anglosajones, como buena parte de la sociedad chilena, más mechados que sus vecinos por las procedencias europeas variadas como franceses o croatas. Y es de ahora en más uno de los hombres fuertes de la política chilena, cargado en andas de su popularidad por el rescate.
Que no es una popularidad heredada por fortuna a lo Ricardo Fort, sino obtenida por una perfomance impecable en las tareas de Copiapó y en el montaje ajustado al guión televisivo en todas sus formas. Golborne pasó de un completo desconocido al rockstar del gabinete de Piñera -como lo retrató la Televisión Nacional- con proyección infinita.
No tuvo que andar Golborne entregando explicaciones sobre el lado trágico de una actividad de riesgo como la minera -su rubro- sino haciendo que todo funcionara bien. Dominó la escena con aires de presentador de noticias, puso un micrófono de pie frente a los periodistas -cientos, miles- dio explicaciones previas y luego volvió a darlas, pero en inglés. Igualito que Aníbal.
Todo prolijo en Copiapó, cada cosa en su lugar aunque hubiera que dominar la angustia de las vidas humanas atrapadas en el fondo del pozo. Esa atmósfera de control dominante, por encima de la ansiedad. Que hizo que siempre pareciera estar todo ajustado y sin margen para la desgracia, que las escenas de dolor de los familiares fueran sólo un condimento necesario para hacer más impactantes las escenas.
Y apareció Codelco, la minera estatal que mueve los hilos de la actividad minera en Chile y que fue una de las grandes ganadoras de la operación rescate. El mismo Piñera que había iniciado su gestión insinuando la posibilidad de incorporarle capital privado ante cierta desconfianza por su manejo, rescatado por el elefante estatal que asistió todo el engranaje técnico del operativo, no menor desde luego.
La compañía fue la que tuvo que desembolsar el grueso del costo de la operación. Aportó unos U$S 15 millones de los U$S 22 millones que hubo que abonar para sacar a los 33 mineros, de acuerdo con un informe del diario La Tercera.
Tuvo que alquilar la maquinaria como la poderosa T130 que llegó hasta las entrañas del refugio en tiempo récord, los vehículos y el personal idóneo para avanzar con los trabajos. Tuvo que pagar a los operarios, por supuesto después de capacitarlos especialmente. Y tuvo que convertir a ese alejado paraje de civilización en un polo tecnológico para que todo pudiéramos ver a la distancia las imágenes que nos conmocionaron: al pie de la mina no había ni siquiera servicio de Internet o telefonía móvil, mientras el miércoles había cientos de cadenas transmitiendo en directo.
También tuvo que proveer a los jefes del operativo, -André Sougarret y René Aguilar- orgullosos con el casco de Codelco y entregando una clase práctica de cómo manejarse con sobriedad y eficiencia en la comunicación a las grandes masas de las operaciones técnicas. Todo, sin chicanas, enojos ni dobles intenciones, otro milagro a los ojos argentinos.
Y emocionó Piñera, el presidente que supo convertir a la dificultad en posibilidad, a la tragedia en milagro, al dolor en amor por el país. Personalmente Piñera se empeñó en no bajar los brazos, y como él no lo hizo tampoco lo hizo el país, como ocurre siempre que hay un líder.
Conmovió Piñera, firme en la boca del pozo. Había dicho que no se movería de allí hasta que no estuviera afuera el último de los mineros atrapados, y lo hizo. A cada uno que salía lo abrazaba fuerte, le dejaba alguna frase, contenía a su familia, le mostraba una sonrisa y le enviaba una señal de fortaleza al país. Fueron más de 24 horas en la mina, con apenas un par de interrupciones de algunos minutos para dormitar un rato.
Del primero al último, junto a su esposa que nunca dejó de acompañarlo. Celebrando, sufriendo y gritando esas consignas que son una marca de los chilenos. Desatando esa pasión nacionalista que pudo ver el mundo, ese amor por el país aún de quienes estaban atrapados abajo de la tierra.
Sana envidia para el otro lado de la cordillera, donde estamos nosotros. De saber que no es asunto exclusivo de que al reparto de gobernantes pudimos haber llegado tarde y debimos conformarnos con lo que hay, sino porque es asunto de una sociedad más que de un gobierno eso de poder ser educados, correctos y eficientes.
Para ponerlo en hechos, habría que imaginar lo que hubiera sucedido si la desgracia ocurría en San Juan, en alguna mina subterránea de las que hay. Debiéramos haber tenido que bajar la persiana y salir corriendo ante el bombardeo porteño con los misiles de Bonasso, la corrupción adelantada por Solanas y el apocalipsis presentido por Carrió.
No hubieran demorado los juicios políticos y destituciones, los feroces cruces políticos o los medulosos análisis de los "entendidos". Ni Tinelli haciendo un Gran Hermano en el refugio, con la Mole Moli en la piel del bromista chileno Sepúlveda y Jacobo Winograd en el rol de de Yonni Barrios, el minero con esposa y amante. En fin, sabemos lo que somos.
