
Por el Pbro. Dr. José Juan García
Vicerrector de la Universidad Católica de Cuyo.
El viernes último se ha celebrado otra edición de la Jornada Internacional de Oración y Sensibilización contra la Trata de Personas. La misma fue instituida por el papa Francisco en memoria de Josefina Bakhita, la esclava sudanesa que llegó a ser santa.
Originaria de un pequeño pueblito de Darfur, en África, fue secuestrada a los siete años para ser vendida en el mercado. Pasó por cinco dueños, uno de los cuales le propinó un trato cruel. Fue liberada por un diplomático italiano que la trasladó a Venecia, donde recibió el bautismo. Luego de un largo proceso de crecimiento en la fe, ingresó en las Hermanas de la Caridad y trabajó pastoralmente en la ciudad de Schio, cerca de Vicenza. Juan Pablo II la canonizó en el 2000. Personalmente tuve la suerte de participar en la beatificación previa, el domingo 17 de mayo de 1992, en San Pedro.
Si bien, formalmente la esclavitud fue declarada ilegal desde la mitad del siglo XIX (excepción de algunos países africanos que la rechazan recién desde el 2003) aún hoy florece el comercio respecto a las personas. Algo de suyo indignante.
Los esclavos existen todavía. Se calcula que son unos 40 millones las personas en el mundo que padecen modernas esclavitudes, principalmente mujeres y adolescentes. Una de cada cuatro, son menores de edad. El 60% son envueltas en las pestilentes redes de la prostitución. El 29% en la trata laboral. Otro porcentaje de niñas aún son obligadas al matrimonio forzoso.
Miles de mujeres jóvenes provenientes de países pobres, con el engaño de algún empleo seguro, son luego sometidas a la satisfacción sexual callejera. Es el trágico camino con ilusión de libertad y realización, pero que queda trunco. Apenas una semanas atrás, se ha publicado el documento Orientaciones pastorales sobre la Trata de personas, redactado por la Sección Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el servicio del desarrollo humano integral ("Justicia y Paz"). Se trata de un documento en el que por primera vez, la Santa Sede toma una posición neta en contra de los clientes de las personas prostituidas.
En un párrafo se declara: "quien genera la demanda, el cliente, comparte personalmente la responsabilidad del impacto destructivo de su comportamiento sobre otros seres humanos". Por tanto "los Estados deberían criminalizar a quien se aprovecha de la prostitución o de otras formas de explotación sexual". Una declaración sin precedentes, en la misma línea de lo que había dicho Francisco un año atrás, cuando definió a los clientes como "criminales que torturan a las mujeres". Y con el distinguido coraje, el Papa decía además: "Las mujeres que se prostituyen son esclavas y sus clientes son cómplices de los esclavistas".
Para acabar con esta plaga milenaria no basta con brindar ayuda o asistencia a las víctimas. Poner bálsamo en las heridas está muy bien. Pero hemos de ser más ambiciosos. Hay que proyectar. Hay que educar y prevenir. Hay que sensibilizar. Hay que gritar a la conciencia de los clientes que se equivocan. Y para ello se necesitaría estudiar la posibilidad de sancionar de algún modo, las conductas erradas. No para castigar simplemente, sino sobre todo, para volver eficaz la liberación plena de cada mujer. Los clientes quiérase o no- se vuelven cómplices, porque con estas conductas envuelven a las jóvenes vulnerables, en nuevas cadenas de sometimiento. Además le recortan la perspectiva de un proyecto de vida a futuro. Y Dios nos quiere libres. Libres para amar voluntariamente.
