Ulrich Beck definía a la sociedad posmoderna como una "sociedad de riesgo global" (¿Qué es la globalización? Paidos Barcelona 1998) Dos elementos interactúan en su caracterización: la vulnerabilidad y el riesgo. En realidad, la vulnerabilidad se relaciona con el riesgo que una persona puede sufrir frente a peligros inminentes (desastres naturales, epidemias, desigualdades sociales, económicas, etc.) La palabra que deriva del latín vulnerabilis, precisamente indica eso: una mayor probabilidad de ser herido. Vulnerabilidad y riesgo, son entonces anverso y reverso de una misma moneda.

Ahora bien, según Beck, esta vulnerabilidad personal se puede traspolar a las sociedades modernas. "Sí los peligros fundan una sociedad, los peligros globales fundan la sociedad global" (Beck, 1998). La comunidad mundial percibe una conciencia común de fragilidad, al no reconocer fronteras espaciales ni temporales en la amenaza. Hasta aquí el pensamiento del sociólogo alemán, que fuera profesor de la Universidad de Múnich.

"En estos tiempos de pandemia han abundado actitudes cargadas de soberbia en varios líderes mundiales. Eso les llevó a tomar medidas desacertadas frente a la expansión del virus.” 

¿Exageraba Beck en sus apreciaciones? Alejada de todo tinte alarmista o catastrófico que nada suma al debate, debo decir que no se equivocaba. Somos sociedades de riesgo global. La pandemia ocasionada por el Covid-19, es prueba de ello. Lo que no logró el daño ambiental causado a la "casa común", ni el peligro de exterminio por el uso de armas de destrucción masiva ligados a una guerra, lo pudo en un abrir y cerrar de ojos, un virus. Esta pandemia nos puso frente a la experiencia común de fragilidad humana. En efecto, la conciencia de vulnerabilidad cruzó mares y continentes de la mano del genoma de un virus invisible al ojo humano. Un virus que sólo puede verse por microscopía electrónica, fue el iceberg contra el cual chocó la soberbia humana. Vaya paradoja. El hombre que representa un microcosmos de todo lo creado, sin embargo es una criatura pequeña, comparado con la inmensidad del Universo. Como dice el filósofo Blas Pascal: una frágil caña (Pensamientos n. 264) Una caña, sí, pero una caña que piensa, elige, decide, ama, sueña, se cae, se levanta y vuelve a empezar. Me viene a la memoria el himno del salmo 8. Entre admiración e interpelación discurre el salmo su inquietante pregunta: – frente a todo el universo creado, "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Apenas inferior a un Dios lo hiciste". Alabanza a Dios por un lado, valor y dignidad del hombre por el otro, como ejes del salmo. Pero también, grafica a mi entender, esa permanente tensión en el lazo que une a ambos.

Cuando dejamos de reconocer nuestra condición de criatura, soltamos el lazo y aparece en escena, la soberbia. Ese excesivo aprecio de uno mismo y de nuestra valía, semejante a una hinchazón. De alguna manera nos convertimos en un globo henchido de aire. Roto el globo, aquella valía se desvanece rápidamente.

Convengamos que en estos tiempos de pandemia han abundado actitudes cargadas de soberbia en varios líderes mundiales. Eso les llevó a minimizar riesgos, sobrevalorar recursos propios y tomar medidas desacertadas frente a la expansión del virus. 

La pandemia ocasionada por el Covid-19 puso de manifiesto que somos una sociedad de riesgo global. Pero también ha dejado al descubierto la necesidad de recuperar la humildad. No son tiempos para soberbios. Es tiempo para asirnos fuerte del lazo y reconocer los límites de nuestra condición creatural. Es tiempo para ser cañas no globos.

 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo