A las 2,05 horas de la madrugada, del martes 9 de junio de 1936, un automóvil sin placa identificadora, detuvo su marcha frente al local del diario "La Reforma" y domicilio particular de la familia Cantoni. Descendieron ocho individuos que, a los gritos comenzaron a llamar al portero, Juan Inserti. Éste, al preguntar quiénes eran, le dijeron que se acercara. Por entre las rejas, lo tomaron de la ropa y, poniéndole el revólver sobre el pecho, le obligaron a abrir la puerta y le exigieron la entrega de las llaves. En ese mismo instante, otros tres sujetos saltaban las rejas y, tomándolo por la espalda a don Juan, le golpearon muy fuerte en la cabeza, con la culata de un revólver, y de inmediato se desvaneció cayendo al suelo. Con las llaves en su poder, los malhechores se dirigieron hacia el taller, abrieron las puertas y encendieron todas las luces. Luego se dirigieron al automóvil que estaba estacionado en la puerta de calle 9 de Julio y comenzaron, con tranquilidad, a transportar nafta en tarros y baldes, regando copiosamente el taller y las maquinarias.

Los incendiarios, relatan los testigos, procedían con la mayor tranquilidad, sin importarle que los vieran. El policía apostado al frente del edificio La Reforma, miraba sonriente con las manos en los bolsillos, cómo operaban sus colegas. Los operativos del incendio duraron más de una hora, pues los incendiarios se fijaban hasta en los más mínimos detalles. Encendieron al edificio en ocho puntos diferentes. Rápidamente el fuego se expandió por toda la casa. Las llamas surgían por todos lados en medio del estrépito de los muebles, puertas y maquinarias que iban siendo, poco a poco, devoradas por el fuego. Los vecinos alarmados salieron a la calle para evitar el peligro de las llamas que amenazaban sus hogares. Desde allí pudieron contemplar el cuadro sombrío de una imprenta en llamas envuelta en un humo colosal.

El odio demostrado por las hordas oficialistas está documentado en todos los actos de agresividad, barbarie y violencia con que avergonzaran al país con sus desbordes realizados esa noche. La casa contigua, que es la residencia del Dr. Federico Cantoni y que se comunica con una puerta de hierro con La Reforma y en la cual se encontraba su anciana madre, estaba al cuidado de la cocinera María Garro, la que al sentir los ruidos y comprobar que estaba ardiendo los talleres, despertó a su esposo Justo Flores y al joven Aldo Gagliardi para huir de las llamas. La señora Garro fue sacada de la casa en ropa interior y arrastrada por los cabellos, semidesnuda, a empellones y puntapiés hacia la calle. Ricardo Ramírez, un joven empleado de los talleres que dormía en una de las habitaciones del ala derecha del edificio, fue sacado con violencia a la calle. Allí se le ordenó que se fuera "al trote”.

Gagliardi saltó una pared y se guareció en el convento de la Sagrada Familia. Mientras, en plena calle, una mujer vecina que pretendió cubrir las desnudeces de las víctimas con una manta sufrió también el vejamen. Y como si esto fuera poco, se castiga a los obreros de la imprenta y se detiene a la fuerza a los bomberos que intentaban apagar el incendio, diciéndoles que "dejen al fuego hacer su trabajo”. Esa noche dominó el odio en La Reforma.

 

Torturados

El personal del diario La Reforma y de la casa particular del Dr. Federico Cantoni, que habían sido detenidos en la Sección Investigaciones, fueron sometidos a torturas para obligarlos a firmar declaraciones que digan todo lo contrario de los hechos comprobados. En cuanto a la investigación, pocas novedades se registraron sobre el incendio. En un telegrama que envía Cantoni al ministro del Interior, denuncia que empleados judiciales se están llevando de La Reforma, (y domicilio particular de Cantoni y su familia) restos de maquinarias y piezas de las mismas, mobiliario, etc, sin que se pueda evitar el saqueo, porque el juez niega la intervención de los propietarios en las actuaciones sumariales. Agrega que se sabe que se encuentran en el interior del edificio, varias personas rompiendo paredes y el resto de las maquinarias que no pudieron llevarse.

 

Por Carlos Ciro Maturano
Historiador – Investigador