
La lección de la Navidad se expresa en la pobreza, humildad y mansedumbre. No son tres virtudes ajenas una de la otra, sino complementarias. Eugenio Scalfari, escritor, periodista y político italiano, fundador del diario “La Repubblica”, y declaradamente ateo, hace poco tuvo la honestidad y el coraje de declarar: “Del Niño Jesús no se habla casi nunca: ¡se los dice un ateo como yo! Se diría que el Transgresor ha sido él”. Esta observación es acertada y queremos acogerla como una saludable provocación para poner a Jesús en el centro de la Nochebuena. Vayamos en una peregrinación espiritual hacia Belén para recuperar una dosis importante de estupor frente a lo que sucedió en esa cueva. Desde allí, Dios ha lanzado al universo tres grandes desafíos. Se ha presentado pobre para declarar que es ridícula nuestra manía obsesiva de poseer y acumular cosas que, antes o después, dejaremos, porque el único propietario del mundo es Dios. La pobreza ha sido elegida por Dios para educarnos en la verdadera libertad del corazón.
En Belén, Dios se ha presentado humilde para mostrar su oposición a nuestro insaciable orgullo y declarar “grande”, no a quien se sube a un pedestal, sino quien se baja, haciéndose pequeño y siervo para transformar la vida en un don para los otros. Delante de Dios, al final, habrá una sola graduación: la de la caridad. En Navidad viene a sonreír pensando que los hombres han llamado “grande” al rey Herodes: es una necia grandeza, un fuego que pronto se apagó, como tantas luces efímeras que se extinguen porque proceden de la vanidad humana.
En Belén, Dios se ha presentado manso, indefenso, vulnerable, armado sólo por la bondad para demostrarnos que los verdaderamente fuertes no son los prepotentes, los arrogantes o los violentos, sino quienes están imbuidos del aroma de la paz del corazón. En Belén, Dios ha aceptado el desafío de la maldad de Herodes y no la ha contrastado con más malicia, sino que la ha vencido con la fuerza de la humildad y la vitalidad de la mansedumbre, que es la fuerza de Dios. Lo decía santo Tomás de Aquino: “La omnipotencia de Dios se muestra no en la fuerza del poder sino en la fortaleza de la misericordia”. De esto tenemos mucho que aprender los argentinos, teniendo en cuenta la alteración de la concordia y la convivencia armoniosa que hemos padecido días pasados. Como decía san Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1983, hay que “dejarse de atacar con armas y aprender a entenderse con el diálogo”. Este es un arte sin el cual en la vida se redacta una historieta, pero no se elabora una historia digna de ser leída. La violencia es el último recurso de los incompetentes. Cuando el poder del amor sea más grande que el amor al poder, el mundo conocerá la paz. Una paz que no es ausencia de conflictos, sino la creación de alternativas creativas que nos ayuden a solucionar los problemas. Es hora de terminar la lucha de unos “contra” otros, para aprender a trabajar juntos unos “con” otros. El Niño de Belén se nos revela inerme, con los brazos extendidos, sin armas ni con piedras en las manos. Sus manos están abiertas sólo para darse y dar, no para “agarrar” o “agredir”.
Les relataré un episodio, entre tantos, que tiene el perfume de Belén. Lo expresó la Madre Teresa de Calcuta. Era el 25 de diciembre de 1952. Una pobre mujer fue recogida al borde de una calle. Había sido abandonada por sus hijos porque era leprosa, y las ratas de una alcantarilla le habían roído el pie. El espectáculo era nauseabundo. Teresa de Calcuta, como un ángel, se inclinó sobre esta pobre mujer y la circundó con toda la ternura de su corazón. La mujer, maravillada, le preguntó: “¿Por qué haces esto?”. “¡Porque te quiero!”, fue la respuesta. “¿Y por qué me quieres?”. “Me lo ha enseñado mi Dios”. “¿Y cómo se llama tu Dios?”‘. “Mi Dios tiene un nombre bellísimo: se llama Amor”. “¡Házmelo conocer!”. “Tú ya lo conoces: con mis manos es Él quien te acaricia; con mi voz es Él quien te habla; con mis ojos es Él quien te contempla y te abraza”. La mujer leprosa, levantada de la calle, se serenó y sus ojos destellaban reflejos de una alegría que desde hacía mucho tiempo no experimentaba. Murió diciendo: “¡Dios se llama Amor! ¡Que bello: yo no lo sabía!”.
En cada Navidad deberíamos pedir a Dios una migaja de humildad para que nos cuestione la lección de Belén. Como en puntas de pie, en sagrado silencio, adoremos el Misterio de ese divino Niño que el amor del Padre nos deja en la puerta del alma esta Noche Santa, y no lo dejemos escapar más. Así lo expresa el poeta español Alonso de Ledesma: “Alma dormida despierta, y escucha el dulce clamor, porque esta Noche el Amor, te ha echado un Niño a la puerta”.
