Nuestra democracia funciona enmarcada en un clima de intolerancia y no como una escuela de convivencia pacífica a la que aspira la letra y el espíritu republicano de la Constitución de los argentinos. Al conmemorarse el 24 de marzo el Día de la Memoria, la asociación denominada La Poderosa armó un gran "escupidero público” con carteles que decían "Escupí tu bronca”, justo arriba de inodoros apostados en la puerta del Congreso de la Nación.

Acompañados por sus padres, se pudo ver a gran cantidad de niños que, casi como un juego infantil, escupían las fotos de Mirtha Legrand, del periodista Joaquín Morales Solá o del empresario Franco Macri, mientras los mayores observaban entre risas la deplorable escena. Hechos como este no deberían volver a repetirse. Es repudiable, pero no porque se trate de personalidades conocidas, sino porque toda persona humana, más allá de sus desaciertos o errores merece el respeto a su dignidad.

Es esto lo que se debiera enseñar en las escuelas y en los hogares para que quienes integran esas comunidades puedan formarse con un firme sentido de civilidad que favorezca la verdadera democracia, de modo tal que la nación sea una comunidad basada en la fraternidad, más allá de las legítimas discrepancias. La historia del país muestra tristemente el montaje perverso teñido de sangre que disparó el terror recíproco. La intolerancia cosechó así el fruto amargo de la eliminación física de quien se consideraba enemigo.

Lo menos que podemos esperar de una democracia madura es que la ciudadanía delimite el campo en el cual dirimir en paz las diferencias sobre la base de la argumentación racional. La pasión incontrolada y el encono sistemático generan enemigos y envuelven la palabra, llamada a tender puentes, en un clima belicoso que levanta barreras.

Algún escéptico podrá pensar que, en la perspectiva de una historia de larga duración, hemos avanzado un trecho, porque antes los conflictos se dirimían con otra forma de violencia, y ahora por medio de gritos, empujones, piquetes y escraches. Pareciera que para algunos existe el "derecho a la intolerancia”, que ya Voltaire (1694-1778) lo calificaba como "absurdo y bárbaro”.

El desafío que se nos presenta como sociedad es pues, el de transformar la heterogeneidad en un pluralismo constructivo.