Mírela… Ella es "Cleo”. Demandando con impaciencia su quesito crema light de la mañana, mientras yo leo el diario, acompañándome fielmente durante mi desayuno. Así fue por 14 largos años. Han tenido que pasar más de 3 meses desde su partida para poder sentarme a compartirlo con usted.

En Semana Santa del "98, se escuchó en mi antiguo barrio un llanto lastimero. Partía el alma sólo percibir la desprotección y el abandono que transmitía esa vocecita tenue, que sugería un animalito de pocas semanas de vida. Así continuó, jueves, viernes, sábado, hasta que el domingo a la madrugada comenzó a apagarse, como si las fuerzas fueran abandonando su cuerpo. Así que no pude más y crucé a la casa abandonada. Allí estaba ella, respirando apenas, débil y famélica, opaco su largo pelaje blanco y caramelo. En su boca, unas pocas briznas de pasto seco, su único alimento de los últimos días. La tomé suavemente y apenas se quejó. La traje a casa, la limpié y abrigué, le di un poco de agua, que sorbió ávidamente. Luego ablandé alimento con algo de leche, y se abalanzó sobre él con increíble fruición. No paró hasta limpiar el plato… y a los segundos lo devolvió íntegramente. ¡La pobrecilla no sabía digerir!

Su rehabilitación duró un eterno mes y medio.

No sé si por la inanición, o por algún maltrato en sus primeras semanas de abandono, le quedó una renguera en su patita derecha, así que fue bautizada como Cleo, por aquella canción: "Cleo es así, porque la hicieron mal”.

Cleo fue una gatita feliz, y me hizo feliz. De las muchas secuelas de su infancia callejera, tenía asma. De modo que una o dos veces al año había que partir urgente al veterinario, para su inyección de cortisona.

Nunca me dejó sola, ni yo a ella, las dos seguras de nuestro amor incondicional.

De repente, hace un par de años, la gorda Cleo enfermó. Se puso flaca, descompuesta. Tres veterinarios, tres diagnósticos. Análisis, pinchazos, ecografías. Que el hígado, que los riñones, que el páncreas. Que parásitos, que diabetes, que inmunodeficiencia. Remedios en gotas, en comprimidos, inyectables.

Luego de un invierno angustiante, cansada de luchar, Cleo decidió no comer más. Una sabia y espiritual amiga, escuchando mi llanto, me aconsejó que la dejara ir, agradeciéndole todos estos años compartidos. Eso hice, transida de pena, una noche de agosto. Increíblemente, Cleo me escuchó. Un día después, luego de darle sus jeringuitas de alimento cada dos horas, como al comienzo de esta historia, me venció el sueño. A la madrugada, escuché un quejido débil, igual al de aquella Semana Santa del ’98. Cerrando el círculo de su vida, Cleo vino a morir al pie de mi cama. No puedo recordar ese momento sin derramar lágrimas de impotencia. Nada pude hacer por ella, excepto demostrarle mi férrea fidelidad, como hizo ella durante todos sus años junto a mí.

(*) Licenciada en Fonoaudiología.