Dijo Lucía que era bueno que Tomás se fuera a vivir a España; que iba a extrañar mucho a su hijo, sabiendo que sólo podría verlo cada dos o tres años, pero ése era el ejercicio de su libertad.

No fue fácil ver el cuarto sin él, su almohada, su poema infantil en un cuadrito y que con el paso del tiempo la pieza se iba vaciando de a poco, a medida que la imagen del hijo era casi recuerdo, que se escurrían sus ruidos y su perfume.

El mudo dolor de Lucía tuvo otros cimbronazos, siempre al lado del fiel Moro, el perro de la casa, a medida que los otros dos hijos siguieron los pasos del hermano mayor, buscando su lugar en la vida. Y se erigió casi en tragedia cuando su esposo murió. La enorme morada se fue poblando de sombras, manchas multiformes, colores y palabras indelebles. Lucía se fue arrinconando en la cocina donde podría decirse moraba la sustancia del hogar, y casi no transitaba por dormitorios y pasillos. Cuando se animaba a hacerlo, le pedía a Moro que la acompañara. Él le lamía esa sombra espesa que prolongaba sus inseguros pasos, y de vez en cuando la miraba con tristeza infinita, compartiendo la soledad alcanzada, algo que jamás hubiera imaginado le iba a ocurrir, si ayer no más la casa era una pajarera de cantos y aromas y su ladrido una palabra más. Lucía se fue colonizando de nostalgias cada vez más punzantes. Los días transcurrían en crónicas vacías, ventanas desmesuradas a la nada. Una noche le confió a Moro, por lo bajito, que ya no se podía la luz, y que se le habían acabado los pocos sueños. En clave entendible le dijo "chau" y Moro pareció comprender todo, porque a esa noche de luna menguante la lloró de punta a punta, la mojó de quejidos, la arropó de nuevas soledades.

Cuando todos los hijos llegaron a despedir el último quejido de la puerta principal, el dolor les impidió ver con su cierre definitivo la partida de Moro, que fue alguien muy exclusivo de Lucía durante la ausencia de ellos. El perro se fue, traspasado de eclipses y espectros, dejando ese universo donde había construido sus afectos. La casa vacía fue asegurada con varios cerrojos. Dicen quienes pasaban por allí que parecía sacudirse de ausencias. Varios vecinos dijeron sentir ruidos en su interior. Pero lo que más conmovía era ese ladrido familiar que todas las noches de luna menguante trascendía hasta merodear esquinas y ventanales.

A los años, cuando la casa fue vendida para dividir su valor entre los hijos, encontraron en la cocina un plato con alimento para perros y un recipiente con agua, que aseguraron había sido recién bebida.

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.