Fue construido el primer templo por los jesuitas en 1655. Paredes de barro de un metro de espesor, revocadas con guano de cabra y tierra de lugar; el piso alfombrado con telares de la zona y a un costado la imagen de la Virgen del Carmen pintada al óleo y ataviada con corona de plata, almidones y manto. En derredor, el silencio penetrante respeta historias mudas del pequeño cementerio recostado en el santuario. Allí hubo vida, rumores y niños que se han perdido en las polvorientas siestas de la historia. La capillita fue (para ellos y para los rumores que ellos sigan sembrando en esas soledades) un modo simple de tributo a lo Superior, esa actitud ante la vida esencialmente fundada en la humildad.

Viejos corrales nombran el tero y las acequias casi salvajes con vos de ovejas terrosas. Parece que allí Dios se ha quedado un instante a construir de nuevo el mundo, pero esta vez a partir de la pobreza, para dejarnos la posta de convertirla en felicidad y no denigrarla, como una vez lo hicimos. Este primitivo universo al revés (desde lo pobre a la posibilidad de lo próspero), en ese rinconcito de Las Flores, nos ofrece la posibilidad de transitar la vida con esfuerzo hacia lo mejor; el tiempo dirá si somos capaces.

Guitarras tonaderas revolotean la tarde morada en acordes de tijeretas y mirlos. Por esos campos preñados de abandonos se han dejado estar al vicio la pureza y el amor silvestre. Todo parece inaugural, fresco, sin fronteras. El burro mira siempre al suelo, estático y rústico, curtido del gris de la tristeza. El algarrobo inmemorial se retuerce como una estatua de víboras, y grita que esta tosquedad es su paraíso.

Entro al pequeño templo donde sería imposible organizar una boda habitual, pero que es el sitio adecuado para encontrar el cielo. La primitiva madera barnizada de los bancos propone un descanso para encontrarnos con nosotros en esa inmensidad donde reinan con simpleza el guanaco y la vizcacha. El rezo escala el infinito en piropos de zorzales y corona las cumbres. Orgullosas, dos campanitas de bronce se proclaman orgulloso campanario, desde donde ha de hamacarse el viento montaraz. Un Cristo pequeño nos aguarda en el fondo del saloncito; no es necesaria magnificencia allí. Avanzo hacia el altar por alfombras desparejas que fueron piel de vicuñas y clamores de desierto. Ni el grito de la iviña es capaz de profanar tanta sencillez sagrada. Estar volviendo siempre a Achango es un deber del alma.