Ser y sentirse periodista, cumplir ese rol, parecen tres visiones idénticas pero lo primero tiene que ver con la esencia, sin embargo desde la ética se orienta a cumplir esa misión con rectitud, honestidad y principios leales para consigo mismo, con la empresa y el público.

Sentirse periodista entraña un sentimiento muy profundo, propio de una tarea que no conoce fronteras, ni límites de tiempo y espacio porque el periodista vive trabajando, busca la noticia y la noticia lo encuentra a él. De ese encuentro surgen nuevos perfiles desde el aspecto noticioso, rasgos insospechados, detalles que no pueden pasar desapercibidos a los ojos del lector; la observación, la curiosidad, el manejo del idioma lo ayudan a entender el núcleo de la noticia.

Finalmente cumplir la función del periodista: formar, informar y entretener; en fin, dar al público lo mejor de su intelectualidad, es un mandato social porque la noticia es un bien compartido por todos e implica un interés general, ya que va dirigida a un público vasto, heterogéneo y anónimo.

El verdadero periodista, buscador de cosas nuevas, de hechos no habituales; un hombre de palabras profundas y de mirada puesta en el horizonte, más allá de las simples cosas que lo rodean, tiene una visión prospectiva y anticipatoria de lo que va a suceder y finalmente transcurre. De ahí el verdadero olfato periodístico que pocos y señalados tienen en este mundo tan controvertido y tan lleno de estímulos contradictorios.

Ese hombre busca sus propios códigos para que coincidan con el código social y ético de un conglomerado humano que espera de él algo novedoso, útil e interesante. La realidad nos muestra otras cosas más escabrosas, donde los límites se han borrado, donde la intimidad ya no es privacidad, donde el espacio público y el espacio privado se confunden en una sola línea para alterar el ánimo del público.

Por eso a la herencia intelectual que trae consigo el hombre de prensa debe añadir el permanente cultivo de su mente, la apertura de su corazón, la capacidad insondable de sus ojos para descubrir personajes, hechos, que transformen el mundo y proporcionen un abanico de temas, para su quehacer. No todo es vano ni pasatista, existen programas de calidad, profesionales virtuosos y planteos atractivos en la faz periodística pero la vulgaridad abunda y se introduce en nuestras vidas. Hablar por hablar, escribir simplicidades, sin interpretar la noticia, es inconcebible en una era donde el periodismo de interpretación y la innovación periodística nos llevan de la mano para descubrir, avances en medicina, en bioética, en astronomía, y otras ciencias.

Pero el periodista debe seleccionar la información, asegurar la fuente, llamar a la verdad por su propio nombre, ser a pesar de múltiples influencias un intérprete auténtico de los hechos, prescindiendo casi de su subjetividad y volviéndose neutro e imparcial. Es así un observador sagaz, lejano, porque toma distancia de la

intimidad de la noticia, para no verse involucrado en ella, pero cercano para lograr explicaciones que den luz a la mente del lector y hagan del proceso de comunicación una interacción efectiva y fértil.

La crisis de identidad pasa por el contenido de los medios (sin valores desde el nivel axiológico); personajes extravagantes, fugaces, desconocidos, sin trayectoria, obtenidos de selecciones dudosas; dibujos animados violentos, que no pertenecen a la cultura nacional y la repetición de temas en una agenda cotidiana que aburre y encierra al hombre en un largo bostezo que termina con un "clic" o lo deriva inevitablemente a la atrapante computadora. Ese es el destino trágico en el que nunca debe caer la verdadera misión periodística.