El hombre contemporáneo es el más privilegiado de la historia y el más ingrato de todos los tiempos. La ingratitud, si bien puede no alcanzar la jerarquía del pecado donde nadie se ocupa de considerarla como una falta grave, es el gesto menos constructivo y el más indiferente en una sociedad, porque destruye los lazos comunicantes y los vínculos solidarios que hilvanan la argamasa comunitaria de toda organización humana. La ingratitud reposa sobre el suelo devenido a ella, sin importarle la mancha o herida que le pueda ceñir a ese bien acontecido.

¿Podrá acaso, la humanidad, soportar por mucho tiempo el mundo dado, heredado, usufructuando de él sin el sentido del bien? En esta evaluación debemos dejar de lado, si fuere menester, el quiebre que hubo en la organización tradicional de las sociedades como consecuencia de las dos guerras mundiales del siglo XX, las más caras de la historia por su dimensión, por las muertes y por las consecuencias determinantes que quitó gradualidad al paso del hombre que con toda su carga se situó en las antípodas de su estructura cultural. El replanteo sustancial que derivó de ello, conmovió la simiente más profunda de la hechura tradicional considerada la célula fundacional donde recibe cobijo la porcelana de la vida como lo es un hijo. Simplemente eso, un hijo.

La discusión donde se instituyen las conductas que norman y reglan la convivencia, es un espacio donde el debate degradó su dimensión en el aspecto formal de la asamblea. En ese ámbito mal llamado del "acuerdo o del consenso”, el hombre esgrime propuestas sectoriales sin pensarse que es parte de un todo orgánico y vivencial, incluso funcional que le contiene porque no ha sido ni es el fruto de la casualidad. Todo lo contrario, es la causalidad del mundo viviente que no puede ni debe bajo ningún signo ni pretexto, por insensato que sea, descuidarse. Hay un largo e infinito camino que llega a nosotros desde el "antes”, de cuyo empedrado se han hecho senderos donde cada partícula de polvo tiene ínsito la sangre de los que fueron, el sacrificio y esfuerzo de millones de generaciones anhelantes, con sus creencias, diferencias, con sus historias y culturas que en sucesivas simbiosis y proyecciones voluntaria y naturalmente se dieron formas y modos para la construcción de un mundo que todos y cada uno de nosotros hemos recibido, pero no por arte de magia, sino porque cada vez que el hombre descubrió un bien, tarde o temprano, lo participó a sus congéneres.

Estos conceptos, intrínseca y directamente relacionados con la existencia humana deben ser valorados en su justa dimensión porque el ser humano vive en un estrato político y filosófico con todas las alternativas que giran en torno a su religiosidad y creencias, sus disciplinas científicas y lo concerniente a pautas sociales, económicas, laborales, deportivas etc., en el marco insoslayable de una normatividad y… nada de esto surgió de la noche a la mañana.

No estamos ante un planteo ingenuo. Conlleva la valoración que el ser de la nueva era ha soslayado, desconsiderado y ultrajado. Simplemente por ello, el hombre moderno no es feliz y no soporta vivir en medio de la aberración que él mismo crea, en su inmadurez dirán algunos opinólogos si vale la expresión, cuando se trata de un mundo controvertido que necesita urgente al filósofo en la más sabia y exquisita definición conceptual de la vida, porque la evolución natural que avanza ineludiblemente más allá de la propia construcción humana, terminará acosándole de tal modo al individuo racional que no podrá controlar ni dominar su propia invención y creación.

Peter Schenkel no creía en otra vida. Sin embargo, en su gratitud sorprendente, me permito recordar el sentido y de un largo mensaje: "La vida es un maravilloso regalo de la naturaleza y yo le digo gracias por este regalo…".