"Si tengo suerte y obtengo el triunfo, espero poder dedicárselo a Perón". Un exultante Pascualito Pérez anticipaba el resultado de la pelea en Tokio aquel 26 de noviembre de 1954 ante el japonés Yoshio Shirai, campeón mundial de los moscas. Al concluir los quince round el fallo unánime de los jurados, ganador por puntos, lo encumbró a la gloria. Muy alegre y emocionado, frente al primer micrófono expresó: "Cumplí, mi general". Ya había enfrentado al titular japonés en Buenos Aires ese julio pasado rescatando un lucidísimo empate. Ya nuevo campeón, le concedió revancha en Tokio mismo el posterior abril ganándole por nockaut en el sexto round.

Con 28 años, 152 cm de altura y 49 kg, dos menos que su rival, el gigante argentino nacido en Tupungato y criado entre gringos agricultores de Rodeo del Medio, fue el primer campeón mundial argentino de boxeo profesional, título al que defendió luego en doce oportunidades, algunas antológicas por su definición y bravura.

Tan portentosa hazaña y su apoteósico recibimiento por el general en el mismo aeropuerto junto al pueblo, con una ceremonia muy estudiada por el régimen, pues llegó a Buenos Aires traído por un avión militar desde Montevideo el 8 de diciembre, adrede, para empañar la ceremonia litúrgica y la procesión católica en pleno conflicto con la iglesia, ocultar el fracaso del proyecto atómico de Ronald Ritcher en Bariloche, solapar la aprobación del divorcio vincular por el congreso y la implementación del nuevo orden sanitario, un eufemismo que reglamentaba la prostitución y que nunca se aplicó. El campeón fue tapa de los diarios oficialistas al día siguiente, ignorando graficar la festividad religiosa y la multitud confesional crítica atestada en la Plaza de Mayo.

Pascualito venía de una familia radical, pero él fue un peronista convencido por la oportunidad y la circunstancia. No tuvo tiempo de acumular favores políticos ni económicos. Todo lo contrario, pues al año la denominada Revolución Libertadora arruinó sus esperanzas de progreso y condicionó su carrera con una secuela persecutoria ideologizada, a quien apenas sabía leer y escribir, fue esquilmado con ensañamiento por el mánager, el representante, adulones y por su reciente mujer y abandonado, a pesar del nuevo espíritu del deporte argentino, pregonado por un gobierno democrático en su base electoral pero autoritario en la práctica y sin curso opositor posible.

Ese fin de año fue suspendida durante dos semanas Radio Colón de San Juan, e intervenida tres meses después con

excusas triviales: rezar el rosario y no adherir a una cadena radiofónica nacional. Fue campeón argentino amateur y profesional, Medalla de Oro en las Olimpíadas de Londres de 1948, con similar lauro para Rafael Iglesias en boxeo y Delfo Cabrera en el Maratón, campeón mundial durante seis años con una decena de defensas exitosas. Perdió su título en Bangkok, frente al tailandés Pone Kingpetch de 24 años en abril de 1960, con revancha y caída final en Los Ángeles en septiembre del mismo año. Tenía ya 34 años y hasta el último nockaut mendigó para sobrevivir, rasguñando miseria, humillación y desdenes. Se casó nuevamente, siempre pobre, con una buena mujer y lo besó un tanto la felicidad. Trabajó como canillita y lustró zapatos, hasta el mes anterior a su muerte con sólo 50 años, internado en la Clínica Cormillot, el 22 de enero de 1977 con el diagnóstico de insuficiencia hepatorrenal crónica.

Su sepelio y las exequias resulta un acuerdo del grotesco, la pena, la emoción y el destino funesto de un nicho en la Casa del Boxeador de la Chacarita tras nueve horas de demora, pues la funeraria quería cobrar primero su traslado y apareció una

"vaquita" bondadosa de algunos amigos. Cuando ya no era nadie, lo reconoció en la calle un periodista de paso al que le contestó: "Soy Pascual Pérez, un recuerdo nomás".

Aquella pelea matinal en San Juan, la noche nipona, fue escuchada con severas falencias técnicas radiales, en una galería

interior de los cursos secundarios del Colegio Don Bosco por el cura preceptor Nicolino Pavone junto a varios alumnos, el autor entre ellos, con un soberano festejo casi desorbitado para el ambiente de recato y mesura silenciosa habitual del claustro salesiano. Si, como escribe Gibrán, se vive con la esperanza de ser un recuerdo, Pascualito pega y palpita.