En el geriátrico les ubicaron las camas una junto a la otra, como corresponde a dos que se han amado durante toda la vida. Horas antes de ella morir, él le tomó con dulzura la mano yerta como si se aferrara a Dios, y desde lo más profundo de su esencia le regaló una despedida de lloviznas que mansamente se le caían del alma hasta sus ojos viejos y ya intolerantes a la tristeza.
La imagen es de Facebook. Él 100 y ella 96 años. Dos manos rugosas se encuentran en ese territorio tan extraño como doloroso, corteza de robles y hojas otoñales, se despiden del viento común, del pájaro común, del destino común en el que fueron felices. Aferrarse él a su mano le devuelve una tarde morada, como aquella cuando le tomó por primera vez los dedos temblorosos, como quien recoge un lirio o atrapa un beso. ‘Hasta que algo nos separe’, murmuró el hombre al oído final de la mujer amada. Con ese ‘algo’ quiso esquivar la muerte cercana, sacudida demasiado brutal para dos que sólo habían honrado la vida. Unos días después sintió que desde sus dedos de vides agotadas se le iba cayendo en manantiales rojos el pequeño fuego que había tomado de la cama de al lado. Que se le escurrían pañuelos de zamba, caricias primeras, miradas con cielos; que se le nublaban atardeceres eternos y alboradas amantes; que ahora rogaba también el final para sí, porque era demasiada aventura compartir las sombras solo; que no quería dejar (con sus poquitas fuerzas), que el cierre de la escena que los había elevado a la categoría de ángeles se hiciera con un telón de penas.
Al lado, en ese lecho de parálisis y campanas derogadas, el encanto se convertía en niebla; la mujer adorada ya no le respondería a sus balbuceos hechos de poemas jamás olvidados; su mano ya no podría aferrarse a la seguridad de tener al alcance una reina, una niña, una madre, una novia.
Desde esa sala cenicienta de un sitio final donde la vejez puede -de algún modo- ser flor o llanto, dos seres que se han querido como para que la justificación de vivir no tuviera objeciones en nadie, ajustan sus manos a la travesía postrera, se miran desde de la inmensidad del amor. Seguidamente, se sabe que uno ha de viajar, pero esperará al otro en el andén de una estación celeste donde las boleterías son sueños, los trenes poemas, los silbatos piropos, la vías un pasaporte a la eternidad.
