
Pregunté hace poco a una hermana misionera que trabaja con víctimas de la trata, en qué consistía su servicio: -escuchar y acompañar procesos- me contestó con gran humildad.
No es menor la tarea, pensé. Además de la vocación y compromiso, se deben sortear algunos obstáculos. Sólo me detendré en dos de ellos: el ruido y la intolerancia social.
Cuando hablo de ruido no me refiero al ruido físico con impacto en la audición. Me refiero a ruidos más preocupantes por el ensimismamiento que producen en la persona, dificultando el encuentro con el otro: son los ruidos en la comunicación. Se trata de interferencias que se producen en el proceso de comunicación e impiden que ésta se logre o bien, distorsionan el mensaje. Uno de ellos es el ruido de influencia originado en los prejuicios o preconceptos de los que partimos en ese proceso de comunicación.
Pongo un ejemplo: el antisemitismo, como actitud de hostilidad hacia los judíos basado en prejuicios religiosos/raciales, puede llevarnos a negar el valor del Código de ética médica de Nüremberg (Alemania, 1947). Este código, resultado de las deliberaciones de los juicios de Nüremberg (1945-46), es uno de los documentos bioéticos más importantes del mundo. Resulta difícil creer que en pleno siglo XXI, podamos negar la importancia de reglamentar éticamente la experimentación en humanos, que surgieron en aquél Código, por esta actitud hacia un colectivo de personas. No hay prejuicio o preconcepto que justifique tamaño desatino.
Desde esta actitud del prejuicio, me pregunto: ¿cómo cruzamos puentes y derribamos barreras mentales para acercarnos al otro y escucharlo en sus circunstancias?
Tenemos aquí una primera conclusión: el prejuicio -ruido de interferencia- expulsa al otro, obstruye la comunicación y distorsiona la percepción de la realidad.
Un segundo obstáculo es la intolerancia social que implica la exclusión de minorías o grupos vulnerables. El rechazo de las diferencias aparece como fundamento de la intolerancia social y es hija predilecta del prejuicio. La intolerancia es un marco mental angosto que afectado por el prejuicio, se expresa en actitudes de rechazo, de expulsión y denigración de los derechos del prójimo. En el fondo no deja de ser una expresión de soberbia que clausura todo acercamiento al semejante. El otro, el distinto, las minorías, son colocadas en una escalón inferior a mi propia identidad personal que se asume como algo superior. Esta categorización de inferioridad del que es considerado distinto, genera distancia social e impide cualquier espacio de empatía, necesario para escuchar al otro.
Acercarnos al otro, entrar en diálogo con él, escucharlo desde su biografía personal, es un acto de superación personal, porque trasciendo las fronteras de mi ego y de mis dogmatismos. Sin embargo, hay quienes ven en estos gestos de apertura al semejante, una claudicación a las convicciones personales. Cuando en realidad es todo lo contrario: sólo las personas seguras de su cosmovisión, creencias y valores, puede escuchar sin prejuicios al que piensa o vive distinto. En la raíz de la intolerancia social subyace un legalismo estrecho que pone a la norma por encima de la persona. Y esta persona, sentada frente a mí, que carga en sus espaldas una historia atravesada por el desamparo y la soledad, más allá de lo que piense, crea o defienda, siempre será más importante que aquello que piensa, crea o defiende.
Habla, que yo te escucho, es en definitiva, una experiencia que humaniza a dos.
Por Miryan Andújar
Abogada y docente.
