Jamás vi algo así, menos en un gato. Fue mi mimado. He aquí la historia.
Mi hija Agustina pidió tener un gatito. Con ella fuimos a buscarlo a una señora cuya gata había tenido cría. Nos entregó uno bello, lanudo, blanco con una mancha negra en la cara. Al poco tiempo, esta señora nos llama para pedirnos que se lo prestáramos unos días porque la madre del animalito tenía demasiada leche y le dolían las tetitas. Nos costó horrores convencer a Agustina, quien sospec que no le devolverían el gatito. Lógicamente no fue así.
El tiempo fue armando escaparates. Al volver de vacaciones, más que triste, lo vi raro; una mirada a modo de nubarrones, la habitual energía marchita y como una pregunta en sus bellos ojos verdes. No comió en todo el día -raro en un gato-, ni al día siguiente. Desde un rincón del patio me maullaba a modo de quejidito, y sus ojitos comenzaron a ponerse amarillos. El veterinario determinó que tenía un cáncer hepático. Luego de un mes de masticar angustias, de recoger en lágrimas los arroyitos ámbar opaco que caían de sus ojos, murió. Pero Yiyo fue alguien más. Cuando lo cuento, muchos me miran con extrañeza. Un animal puede descolocarnos.
En las noches, Yiyo entraba a la casa por un ventilete muy estrecho del baño, ubicado a unos dos metros del suelo. En muchas oportunidades, cualquiera fuera la hora, generalmente a media noche, lo hacía anunciándose con un maullido diferente al habitual, una suerte de grito. Ya sabíamos de qué se trataba: traía algo en su boca, jamás una presa, y lo dejaba al lado de nuestra cama, del costado en que yo duermo. Podía tratarse de lo más insólito. El veterinario aseguró que eran regalos que él me ofrecía.
Una mañana, sin previo anuncio, nos encontramos al costado de la cama con siete macetitas de plástico con plantines, todas paradas y en perfectas condiciones, a las cuales no les faltaba una gota de tierra y marcadas con sus colmillitos. Las plantas no eran de la casa. Para traerlas debió portarlas una a una en su boca sin perder nada de ellas. Una hazaña.
No supimos cómo solucionar el problema en el que nos había metido, pensando que si blanqueábamos su conducta corría peligro en alguna de sus próximas hazañas. Pero el juego de Yiyo no paró ahí. Días después dejó junto a mi cama una bolsita cerrada y con moño, en cuyo interior había un juego de pañuelos. La cosa se había agravado. ¿Cómo explicar a alguien que era mi gato el que le sustraía cosas?
Yiyo dejó su impronta por la vida. Sé que todas las noches trepa por un ventilete al cielo y se roba una estrella que me regala. Que sigue paradito en un rincón del patio llenándome de lunas rojas la congoja. Todo eso para que, poco a poco, vaya olvidando aquel día cuando sus ojitos derramaban opacos arroyitos amarillos. La melancolía suele adoptar el amarillo.
