La crisis humanitaria que azota a Cuerno de África parece imparable por dos problemas que llevan al colapso a más de doce millones de personas: la guerra en Somalia, que obliga a la población a huir de su propia patria para encontrar refugio en tierras vecinas y el drama de la sequía que provoca hambre y carestía.

Existe también otro peligro que empuja a millones de familias a abandonar la tierra somalí: el reclutamiento forzado de niños, uno de los aspectos más conocidos, y de los más feroces generados por la guerra, sobre todo en los territorios donde las condiciones de vida se caracterizan por la extrema pobreza. En Mogadiscio los niños son enrolados, indiferentemente, con los rebeldes extremistas de al-Shabaab o con los soldados del gobierno. La guerra ha matado a muchos adultos y los más pequeños, a veces huérfanos, son reclutados para el Ejército sin mirar su edad ni los derechos internacionales de protección de los menores. Con el argumento vil e inhumano de darles un poco de dinero o incluso un teléfono móvil, o peor aún, con la fuerza, un considerable número de niños son incorporados y mandados al frente a experimentar los horrores de la guerra.

Lo de Somalia no es sólo una crisis humanitaria. Es una crisis de derechos humanos y una crisis de los niños y niñas. Este es un conflicto sin fin, en el cual cada día los pequeños viven horrores inimaginables. El riesgo de convertirse en una generación perdida es concreto, si el mundo sigue ignorando los crímenes de guerra que los golpean con tanta crueldad. Para hacer frente al drama de la sequía africana una ayuda adicional proveniente del gobierno estadounidense promete otros 17 millones de dólares y que se añade a los 580 millones que ya han sido asignados en los meses anteriores. Muchas son las naciones que en estos días ofrecen su solidaridad, no sólo económica, a las regiones del Cuerno de África.

En un mundo en el que hoy la información se centra en la crisis financiera que golpea gravemente a varios países europeos, hay que reconocer la necesidad de globalizar la solidaridad. Aunque actualmente la presencia de la comunidad internacional está garantizada, debe ser sostenida, de modo que cuando termine el efecto emotivo continúe la determinación firme para que en el mundo el respeto por los derechos humanos no sea privilegio de algunos sino derechos de todos.