La sabia que alimenta la comunicación es la palabra, más allá, incluso de la evolución tecnológica. El sentido común le indica al hombre que existe un puente tendido generosamente con preferencia para abundar el enlace de las relaciones humanas. Ese puente prodigioso de la maravillosa existencia es: la palabra. De su mano han encumbrado y degradado pueblos y personas, por ello la historia del mundo cultivó en todo tiempo su homenaje a ese don insustituible y reconocido en su autoridad suprema, santificándole cada vez que vino de lo alto.
Cuando el lenguaje se engalana por el adorno de la voz nueva, embellecida, aviva naturalmente el atributo que le sostiene en su vigente y adecuada realidad, sin despreciarse ni por absurda indiferencia ni por torpe vanidad, la amalgama radical de lo fundado. Bienvenido, pues, ese enlace colmado de lo genuino porque agrada la correspondencia y relación entre los hombres. En ese instante de la expresión se articula la herencia cultural del idioma, empapada de riqueza vívida tallada en el tiempo, con el flamante vocablo que procura lozanía al diálogo en su anhelo de otorgarle fecundidad. Esta regla se ha cumplido como norma inherente en la historia de la comunicación y vida de las comunidades.
Por ello, avergüenza al idioma la vana "muletilla" adherida a locuaces lenguaraces que chasquean hasta el hartazgo sobre el oído de la vida. Cuando estas "muletillas" abundan se degrada la palabra. Quienes más contribuimos a este empobrecimiento de la lengua somos los privilegiados de poseer un micrófono en radio o televisión. La poca vergüenza y el descaro, sumados a la torpeza e ignorancia son signos ineludibles de la audacia en ese apañado ser, a veces demasiado jocoso, que con total desaprensión y desconocimiento valorativo de la comunicación, invade con jactancia desmedida un ámbito en el que todo vale.
La expresión "vamos", "compartir", "por allí" y "lo tiene que ver", entre otras de aburrida y exagerada repetición, rebasan de brillo nefasto nuestro podium como comunicadores, cuya viña es ejercida por adherentes profesionales de distintas disciplinas, profesionales específicos de la ciencia de la comunicación y un número de incontables vocacionales que incluye, además, artistas y deportistas "amantes" -dicen-, de la alocución.
En la viña del Señor, unos más, otros menos, todos nos valemos de estos "comodines o muletas" que sólo reflejan los vicios de nuestro lenguaje, con notorias dudas y vacíos. El ideal del locutor suele buscarse en un sujeto que refleje una personalidad avasallante, con capacidad para resolver la imprevisión, con adoso de facultades para la adaptación y relación con los individuos más allá de niveles culturales o sociales.
Ortega y Gasset decía que "el enamoramiento es un estado de estupidez o imbecilidad pasajero". Lo de pasajero puede alegrar a los enamorados de usos repetitivos, pero si no hacemos esfuerzos por superar este trance, no estaremos a salvo de daños permanentes, graves, que afectarán, tarde o temprano, nuestra capacidad de comunicación con los semejantes. Debemos procurar desprendernos de estos comodines que dañan al locutor y cansan al oyente. Se justifica esta deficiencia cuando ignoramos ese padecimiento, pero en la mayoría de los comunicadores se mantiene porque está demasiado arraigado en ellos. Se descubre así la ausencia de educación pública y la escasa influencia de la escuela o la universidad con este desvalido prototipo de la comunidad.
Ante el surgimiento y avance de la televisión, el espacio de la radiofonía se redujo notablemente en su popularidad, no permitamos el derrumbe de su prestigio. Cultivemos la palabra. La televisión, convertida en el medio de comunicación por excelencia, no es comparable con ningún otro medio de difusión y comunicación. Es atrayente por sí misma, más allá de la calidad o no de sus programas que abundan en la botonera del control remoto.
Ante tamaña evidencia, la radiofonía debe sostenerse en su espacio decantado pero con jerarquía y distinción, recuperando el concepto de la calidad radial y ejerciendo el señorío que le es propio e inobjetable. La radio necesita crear la magia para la conquista porque la percepción penetra al escucha por un solo sentido, de cuya pretensión deben nutrirse el hablante y la estrategia radial, porque se requiere extremar la inteligencia y el ingenio para influir en la imaginación y sensibilidad del oyente. Mientras, esa otra cara imponente de difusión masiva -la TV-, puede mostrar cualquier realidad sin necesidad de recurrir al locutor.
La abismal diferencia excluye a la radio de la competencia en igualdad de condiciones, por ello se requieren esfuerzos para actualizar su tecnología conforme a los tiempos, pero de poco le vale si no se eleva en su palabra. No se "’comparte” absolutamente nada desde el voluntarismo de un locutor si se desconoce la importancia de la comunicación y su relación con los semejantes. Así de simple.
