Un fuerte bramido estalló en la ciudad aquel enero de 1944, luego la hecatombe y el caos. Literalmente la ciudad quedó en el suelo, y había que empezar de nuevo.

San Juan, una ciudad vencedora de varios terremotos, fue objeto de modificaciones en cuanto a su construcción y diagramación de calles y veredas. La reconstrucción se extendió, desde 1944 hasta 1960, quedando a su finalización una ciudad nueva. En esta modificación el arquitecto Daniel Ramos Correas, tuvo mucho que ver en varios cambios, diagramación de plazas, cementerios, fuentes y veredas.

Una de las curiosidades mayores de este cambio de ciudad fue proyectar sus veredas amplias de color amarillo, como símbolo del sol, primer Dios de estas tierras. Así fue como quedó una ciudad nueva, funcional, arbolada y con veredas amplias y "amarillas”.

En este contexto nace una vocación por la limpieza de las mismas por parte de las amas de casa. Esto llevó a la implementación masiva del lampazo, y por consiguiente la humectación de los mismos con productos derivados del petróleo concretamente el kerosene.

Era realmente mágico ver las veredas de la Av. Córdoba, donde pasé mi infancia, brillar en los atardeceres. Al ocaso, antes de que la luz se fuera, veía a mi abuela caminar con un lampazo en cada mano, como dos espadas, hacia la vereda, donde no sólo se dedicaba a hacerlas brillar sino que era el ámbito donde se daba la tertulia cotidiana con los vecinos que hacían lo mismo.

Pero había otra cosa que me llamaba poderosamente la atención, era el trabajo del kerosenero. Este personaje, aparecía de la nada en las tardes en la punta de la avenida, en un triciclo viejo y gastado con sus ruedas delanteras en comba y la trasera inclinada perfumando su pasar con el clásico aroma del combustible. Con un tacho de 200 litros todo abollado, y dos baldes de chapa colgados a ambos costados.

Era un hombre, de inagotable energía, era mas bien bajo de estatura, peinado a la "glostora”, que empujaba ese vagón con furia, y con voz de tenor gritaba en dos tonos y a viva voz el nombre del producto que vendía como honrando la cultura del trabajo. Su éxito en la venta era asegurado, pasaba en el momento justo entre las charlas de las vecinas y el lustrado cotidiano. Y así como llegaba desaparecía sin que nadie lo viera, como un fantasma, que se repetía todos los días, un anónimo sin biografía pero con carácter.

Así pasaron los años, y el kerosenero, fue tal vez el artífice mayor en las pulcras veredas del centro de San Juan.

Un día no supe mas de él, su canto de canario en la oración ya no se escucho más. Parafraseando a Raúl De la Torre, "fue un grillo de la primavera que no canta más”.