"Al final compré una Iso", dijo mi padre. Era la más barata. Lo máximo era la Vespa, pero el presupuesto no daba, nos dimos cuenta mientras acariciábamos el lustroso caballito azul y blanco. Recelosos escuchamos las explicaciones: "No es la más lujosa, pero tiene un excelente motor; ésta nos puede cargar a todos, las demás no". Con el tiempo corroboramos estas palabras. La noble motoneta portó a toda la familia por aquellas calles de un ayer fragante de nostalgias, calles casi todas de tierra, de aquella vida, cuando nadie se asombraba de ver un vehículo como éste cargado con tres o más personas.
Varias veces subimos al vehículo mi padre, mi madre, Hugo y yo que éramos niños, y Delia bastante más chica. Contó bien: cinco.
De entrada, quise probarla con el vecinito atrás; y el mal uso del embrague me jugó una mala pasada: la moto se clavó en la acequia, y el chico pasó de largo al agua.
Tiempos eran aquellos -bien digo- de otra vida. La Iso me llevó a hacer las prácticas de tiro al Polígono de Pie de Palo, para anticipar el Servicio Militar, para que no se superpusiera con la Facultad. La ponía casi a cien, esas frías mañanas construidas de pájaro bobo y mosto, cuando peleábamos los tiritones con un diario bajo el pulóver.
A la moto le limpiábamos periódicamente el carburador con kerosene y el motor sonaba entonces como violín. El tiempo hizo lo suyo, como en todo, ciclos dicen, y la motoneta fue vendida. Con los años, me encontré con un hombre que me recordó que nos había comprado la Iso. Sin saberlo, me dio un pasaporte traslúcido a los recuerdos, esa patria azul de nuestras crónicas, donde se nace y muere en uno y en los demás, donde aprendemos a caminar entre escarchas y jardines, donde fuimos construyendo el ser humano y la memoria, donde la Iso puso lo suyo.
Tengo sumiso en algún lugarcito de la conciencia el sonido delicioso de la motoneta; y en los sueños aún persigue y conduce mi adolescente con su trote azul por aquellas calles, entre aquella gente y aquellos crepúsculos, entre aquellas distintas aspiraciones y algún sueño resignado. Imposible salir de allí sin desconocer nuestro espejo.
