Vivimos en un mundo de palabras y usamos los vocablos con distinta intencionalidad. Pero entre "el decir y el hacer" hay una enorme distancia; todo depende de la voluntad y la capacidad para llevar a la práctica las ideas.
El hombre de hoy en sus distintos roles puede "decir y hacer"; "no decir y hacer"; "no hacer y decir". En la primera instancia posee una gran ejecutividad y alto impacto: "dice y hace" al mismo tiempo pero esto entraña un peligro, puede decirlo sin pensar y hacerlo impulsivamente, por lo tanto deja el éxito lanzado al azar.
Puede decirlo, meditar lo que ha dicho y luego concretarlo estratégicamente. La preparación y el plan prevén el no fracaso.
Pero para la discursividad política, materializar a corto plazo hechos tangibles, concretos, necesarios convierte a las palabras en imagen positiva.
El "no decir y hacer" entraña dos direcciones opuestas: una, benéfica: el que hace algo efectuando una obra de bien y la realiza calladamente. Y otra que remite a la omisión para resguardar secretos que lo comprometa, dejando lugar a dudas en la conducta.
Finalmente, "no hacer y decir" ya resulta tan común para la gente que no es asombroso porque la pereza y el ocio invaden y frenan cualquier buen proyecto.
Estas tres posiciones que nos obligan a repensar la vida nos deben llevar desde la mera preocupación a la ocupación más enérgica y a no contradecir con los hechos lo dicho, lo prometido, lo expuesto públicamente.
La palabra es una construcción pero la práctica la hace real, le da continente y contenido y nos hace creíbles; confiables en un mundo donde eso carece ya casi de significado. Frases como: "honrar la palabra"; "cumplir lo prometido"… no deben caer en un rincón vacío. El silencio no ayuda, tampoco la verborragia inútil.
Entre el decir y el hacer, la dimensión humana de la responsabilidad social debe importarnos a todos por que un
hombre sin metas, sin propósitos alcanzables y posibles se pierde en un mundo de palabras al que no logra llenar de sentido y trascendencia.
