Es hora de poner gobiernos que activen la paz en el planeta, de que los líderes de todos los campos del conocimiento y también de las diversas religiones, confluyan en una estética humana para desterrar de los caminos de la vida a tantos sembradores del terror. Ante esta realidad, es cierto que el diálogo es primordial, sobre todo en el momento de crear las condiciones para que la seguridad de todo ser humano esté a salvo, pero también hace falta, un mayor compromiso con la defensa de los derechos humanos de todas las personas, y no únicamente del mundo privilegiado. De cualquier modo, las palabras sin hechos no sirven para nada, se vuelven sueños; y, los anhelos, cuando no se llevan a buen término, suelen acarrear frustraciones, con la factura de desilusión que esto imprime en las entretelas humanas.

Pongamos por caso, el reiterativo propósito de poner fin a la pobreza, que ha de ser en todas sus manifestaciones y en todo el mundo. No se trata únicamente de saciar su hambre y entregar migajas, es preciso también hacer frente al aluvión de humillaciones y marginalidad que sufren las personas que subsisten en la miseria. Como dice Ban Ki-moon, secretario General de la ONU, ‘la pobreza no se mide solamente por la insuficiencia de ingresos; se manifiesta en el acceso restringido a la salud, la educación y otros servicios esenciales y, con demasiada frecuencia, en la denegación o el abuso de otros derechos humanos fundamentales”.

De ahí la necesidad de concretar en decisiones valientes renovados impulsos, como puede ser la solidaridad, ya no solo para acallar nuestra conciencia, sino también como un modelo operativo posible avalado por los gobiernos de todos los pueblos. En efecto, los criterios de gobernabilidad nacional e internacional han de solidarizarse con todo ser humano, habite en el lugar que habite, pues la armonía llega a través de ese espíritu de concordia, que es muy diferente al estilo de vida marcado en épocas pasadas; donde lo fundamental era producir antes que vivir en relación.

Estoy convencido que trabajaremos en ello, a poco que descubramos lo mucho que nos une a la gran familia de siete mil millones de seres humanos, que cohabitamos en el planeta y que es nuestro único hogar. Por eso, hemos de tener otra mente menos separatista, más acogedora. Al fin y al cabo, convivir es acoger, pensar en el otro, pues cada uno por sí mismo no puede ser el centro de nada. Quizás tengamos que reeducarnos nuevamente para salir de ese mundo de insatisfacción que nos hemos injertado en vena a través de las posesiones, del poder y del caudal de dinero. Nada más absurdo que permanecer embriagados por ese endiosamiento, que aparte de volvernos infelices, acaba con nuestra razón de vida.

Los hechos son los que son. Cinco de cada seis niños menores de dos años a nivel mundial no reciben suficientes alimentos nutritivos para su edad, lo que los priva de la energía que necesitan para su desarrollo físico y sapiente. Realmente, cuesta entender esta pasividad que se ha instalado en la especie humana. No se trata de vivir unos contra otros. Aquí nadie sobra. Todos somos necesarios e imprescindibles para mejorar nuestro hábitat que es muy extenso y, a la vez, intenso en variedad. Avivemos el encuentro, escuchándonos los unos a los otros. Dejemos converger las culturas, porque nuestro futuro germina de la convivencia, de vivir juntos, liberados de cualquier odio o venganza.