Jesús dijo a la multitud: "El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró” (Mt 13,44-46).
Estas últimas breves parábolas, dirigidas a los discípulos, completan el discurso de Jesús con un llamado a la decisión y a la responsabilidad. Estas dos parábolas son simétricas, aunque con diferencias que iluminan aspectos diversos de un único tema: decidirse por aquello que vale. Hablan del "encontrar”, fruto de un "buscar”, más o menos explícito; de un "tesoro escondido” y de una "bella perla”. El acento se pone en el "vender todo” para "comprar” el campo y la perla. La imagen del tesoro es bastante frecuente en los evangelios. La encontramos en los tres sinópticos, en el episodio del joven rico (Mc 10,21). En aquella invitación, el tesoro es presentado como un valor que justifica todas las renuncias: "Vé (en griego: htimon) y no solamente "bella” (kalós) como aquellas que buscaba habitualmente en su profesión. El encontrar la perla con estas características es pura fortuna, que nuestro personaje no se podía esperar. La reacción de los dos personajes es de movimiento y se encuentran en tiempo presente: "van” y "venden”, porque los ojos de ellos han descubierto algo de un valor inestimable e incomparable. Del descubrimiento se pasa a la decisión, y de ésta al estupor. Más allá de otras consideraciones que hemos meditado en años anteriores al explicar estas parábolas, quisiera que descubriéramos el valor de detenernos para encontrar la sorpresa de lo valioso. Para vivir de verdad, hay que dejar de vivir de prisa. Hoy, desgraciadamente, existe un "fast food” (comida rápida) también de los viajes, de las vacaciones, de la vida y hasta del descanso. Hay una distensión que es agitación y cansancio, más fuertes que el trabajo. El ritmo vertiginoso y el ruido de una vida sin sentido que ha hecho del hombre esclavo de un sinnúmero de coches, le ha privado el placer de oír sus propios pasos. La maravilla comporta la necesidad de detenerse, descubrir signos misteriosos, huellas invisibles, captar lo extraordinario en las cosas más ordinarias. Sin estupor, no es posible la alabanza. La velocidad ha acortado ciertas distancias, pero está excavando una distancia cada vez más grande en nosotros mismos, en la naturaleza, en el mundo invisible. La prisa, el frenesí de llegar (¿dónde?, ¿para qué?) nos lleva con frecuencia a perder lo mejor, a faltar a las citas decisivas. En vez de acercarnos, cada vez nos aleja más. El evangelio de este domingo lleva a interrogarnos si la falta de alegría que demostramos no se deberá a nuestra mediocridad. Como afirma el escritor británico Gilbert Chesterton (1874-1936), "la mediocridad consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”.