La vida de Lola Mora refleja un complicado rompecabezas. Su gran talento artístico la llevó a Buenos Aires y más tarde a Roma. Era menuda y sensual. No pocos sucumbían al encanto de su piel cetrina y los ojos de sombra de esta argentina "peinada por el viento", como la llamaba Rodin. El príncipe de Mónaco, un marqués y un esgrimista estuvieron a punto de convencerla de abandonar la soltería. Pero sólo a punto. Con su melena enmarañada, Lola prefería relaciones sin compromisos y trabajar en lo suyo, aunque no se entendiera cómo podía ser mujer sin casarse y tener hijos.

De regreso, comenzó los proyectos de una obra para la Plaza de Mayo, cuya ubicación fue rechazada por lo inapropiado del conjunto de desnudos "a veinte metros de la Catedral". Se sugirió el barrio de Mataderos, por ser zona prácticamente despoblada, pero terminó imponiéndose el Paseo de Julio, en donde hoy se cruzan Alem y Perón. "El Bajo", como se conocía, era considerado el sitio más popular de la ciudad, gozaba con la gritería de los organillos chillones, los pregoneros de remates, de las campanillas de los espectáculos, de las blasfemias lunfardas. Era atrayente, porque allí se podía palpar la inmigración que se mostraba sin tapujos en una ciudad que no quería verse, como las nereidas, al desnudo.

Lola Mora se instaló a poca distancia de la Casa Rosada cincel en mano, usando pantalones que le facilitaran el movimiento entre los andamios, lo que fue considerado también como un agravio a la moral, haciendo construir una cerca de madera que rodeara el improvisado taller.

Por fin, el 21 de mayo de 1903, tuvo lugar la ansiada inauguración. La prensa fue unánime al comentar la pobre recepción oficial, en contraste al entusiasmo de la población que, en gran número, ovacionó a la escultora.

Eran ambas, gotas de un mismo mar: primorosas, esbeltas y dueñas de una gracia llena de nobleza. Tres grandes conchas de mármol contienen el nacimiento de Venus. En cuyo centro, de un rústico bloque de travertino de Tívoli salen a escape en tres direcciones otros tantos potros que encabritados chapotean en el agua. Con fiero coraje los animales son detenidos en plena carrera, encorvándoles el cuello, atléticos tritones que a su paso sacan del agua a medias el cuerpo vigoroso y muscular. Retorcidas con arte en torno del coronamiento del bloque, un par de nereidas sustentan en sus brazos con esfuerzo una gran valva, en cuyo borde caprichoso está sentada Venus. Copia relampagueante de Lola, sentada desafiante en la cornisa de la vida y de los tiempos. Cuerpo que se vuelve ingrávido en comunión con el espíritu, delicado, medio torcido para poder asomarse al espejo narcisista del agua, con la naturalidad absoluta del genial atrevimiento de aquella ubicación tan novedosa como arriesgada.

Y, aunque Lola Mora había llevado a cabo su trabajo sin percibir por él más que el gasto de la compra de los materiales, de algún modo, su creación quedó opacada por su privilegiada relación con el poder.

Le encomendaron algunas estatuas para el Congreso de la Nación, pero al fallecer Roca, su más fervoroso defensor, los mármoles de los próceres también iniciaron un peregrinaje. Así, Laprida llegó a San Juan para erigirse hoy en la Plaza de Jáchal. La gloria la había abandonado y esto no es decir poco. En mejores épocas, había acaparado los encargos oficiales, había vivido en un exclusivo barrio romano, recibiendo una constante atención de la prensa y la visita de las reinas Elena y Margarita. Había sido protegida de Mitre e íntima de Roca. Se dio el lujo de viajar, de vivir sola, de casarse con un joven 17 años menor que ella y de tomar las decisiones que se le antojaron. Pero, sobre todo, se dio el gusto de erigir contra todo repudio la única gran obra que aunque en la base dijese "Fuente de las Nereidas", el pueblo la conoció siempre, desde su inauguración hasta hoy, como "Fuente de Lola Mora".

Pero una cadena de abandonos dio por terminada su carrera: la destrucción a martillazos de algunas obras, el fin de su matrimonio y el traslado de la fuente. La hipocresía, que suele ejercer poderes más disuasivos que el sentido común, obligó en 1918 a que tuviese su emplazamiento actual en la Costanera Sur, cuando en ese paseo se daban cita prostitutas y marineros, para ver si marginándola como a Lola se la olvidaba también.

Participó como contratista en el tendido de las vías del Ferrocarril Transandino del Norte o Tren de las Nubes, realizó el trazado de las calles en San Salvador de Jujuy y en Salta estuvo segura que descubriría petróleo, pero fracasó y quedó en la miseria.

Envejecida y agobiada por las deudas, retornó a Buenos Aires. No volvió a pintar ni a esculpir y vivió en un departamento en extrema pobreza, hasta que poco antes de su muerte se le aprobó una pensión que no pudo disfrutar.

En el final de su vida, devastada por la locura, hay quienes decían haberla visto en los días de lluvia caminar hasta la costanera y secar afanosa los rostros perfectos de las estatuas que ella misma había esculpido.

Murió a los 69 años, el 7 de junio de 1936.