Somos una generación que escucha poco. Apenas tenemos tiempo para oírnos a nosotros mismos. Vivimos en una máscara continua de absurdos, donde el poder maneja los abecedarios con sus períodos y sus palancas de tensión, sin respetar para nada la variada constelación que conforma la familia humana. Si no se piensa de una manera determinada, la impuesta por el territorio de los que mueven los hilos del poder económico, eres considerado como un ser estrafalario, y por ende, formas parte del mundo de los excluidos.

O sea de los que no tienen voz, ni capacidad para pensar, ni ya mismo derecho a una vida digna. Es la idolatría de los poderosos los que dictan las leyes, el propio pensamiento, ellos piensan así, y piden que se actúe así y punto en boca. No hay manera de entrar en el debate. Todo está camuflado por la mentira. Y así, resulta imposible, avivar ninguna alianza. La gente que toma el poder, decide, se equivoque o no, pero ella resuelve por todos.

El fantasma de la hipocresía alienta esta caprichosa enfermedad. Los poderosos no sólo piensan por los demás, también se han creído que son perfectos, hasta el extremo que referencian la ética como una formalidad inherente a ellos mismos, en lugar de despojarse de arrogancia para poder liberar a multitudes de familias oprimidas.

Tenemos que abrirnos al entendimiento para superar tantas contrariedades y dejarnos transformar por otras fuerzas más libertadoras. Tampoco se puede vivir en el mundo de la apariencia. A la vida hay que darle sentido humano, renovación de pensamiento, para poder discernir la realidad, y que ese entorno real, promocione en verdad una existencia de dignidad para todos.

Hoy no existe esa dignificación como desvelo. Todavía existen multitudes de ciudadanos totalmente excluidos de los beneficios del progreso y relegados a ser personas abandonadas. ¿Habrá injusticia mayor? Prolifera tanta incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace, que hemos dado normalidad a la cultura de la exclusión, hasta convertirla en una mentalidad pasivamente aceptada.

No hay mayor mentira que la verdad mal entendida. Por consiguiente, la familia humana debe reaccionar más allá de las diferencias de culturas y opiniones políticas. Nos falta además ese sentido colectivo, de verdadera conciencia social. La misma solidaridad entre generaciones, en demasiadas ocasiones, es verdaderamente nula. Creo que nos falta convicción en la búsqueda y trabajar al unísono por la especie. Cuando las personas sean el elemento central del desarrollo, será cuando comencemos a salir de este caos que nos enferma.

Sufrimos un profundo raquitismo en valores morales, es el efecto de una cultura altiva, poco dialogante, y por ende, nada crítica con las situaciones injustas. Hasta ahora, todo lo que somos es el resultado de los dominadores para desgracia nuestra. Nos han dirigido a su antojo y a su capital de intereses. En consecuencia, ha llegado el momento de los cambios, es la hora de las rupturas. Necesitamos renacer, aunque sea de las cenizas.