El titular "’Kennedy asesinado” a toda plana, sobre un retrato del trigésimo quinto presidente estadounidense, en pocas horas dio vuelta al mundo, a la misma velocidad que su mito tomaba vuelo.
John Fitzgerald Kennedy llegó a la Casa Blanca a los 43 años. No sólo era el presidente más joven en ser elegido, sino que era el primero nacido en el siglo XX. Había vuelto de la Segunda Guerra Mundial convertido en un héroe tras un ataque a su lancha torpedera. Su energía y juventud contrastaban fuertemente con Eisenhower, de 70 años, a quien reemplazó en la Presidencia.
Jack, como lo apodaba su familia, era tan guapo y carismático que parecía más un actor de Hollywood que un político. Su sonrisa constante cautivó a millones. Su mirada, su altura, la gracia con que se expresaba fueron motivo de fascinación, por eso, durante la campaña electoral firmó miles de autógrafos a votantes fanatizados, despertando un furor normalmente reservado para las estrellas de cine o los cantantes de moda.
Como su imagen era su fuerte, la televisión fue su mejor aliada. Inauguró los debates televisivos con su oponente republicano, Richard Nixon. Sin duda, fue de los primeros en entender el potencial de ese medio e hizo que su físico atlético y sus habilidades como orador exacerbaran su atracción hasta extremos inimaginables.
El 22 de noviembre de 1963 al mediodía, Kennedy caía asesinado en la Plaza Dealey de Dallas, Texas, a donde había viajado como escala de su gira electoral para las presidenciales del año siguiente. Realizar un viaje en limusina descapotable a través de una ciudad tan hostil a Kennedy como era Dallas, en un país donde cualquiera puede comprar un arma y los servicios de Estado suelen conspirar entre sí, no parecía la mejor forma de proteger a un presidente. Pero si su gracia magnánima no había podido salvar su vida humana, por el contrario, como en cualquier época, la juventud tronchada por la muerte trágica a manos de la alevosía de sus enemigos, abandonando mujer, hijos pequeños y las claras esperanzas e ideales que se le habían confiado, lo convirtió rápidamente en un ícono difícilmente igualable.
Al punto que el mito supera la realidad, en tanto, continúa siendo estimado como uno de los mejores presidentes de los Estados Unidos. Sin embargo, no fue precisamente el líder que el imaginario pretende. Pese a todo su encanto, no arrasó en las elecciones. Se especula que su padre, Joseph Kennedy, compró votos en algunos estados importantes para asegurar la victoria de su hijo. Incumplió la mayoría de sus promesas políticas y su vida privada estuvo plagada de infidelidades. Intervenir comunicaciones no fue cosa rara en su gobierno y hasta hay quienes afirman que la manipulación y corrupción superaban ampliamente a las del posterior gobierno de Nixon.
Tampoco logró cambios importantes en su corta gestión. Durante su campaña prometió que una nueva ley de derechos civiles se discutiría en la primera reunión del Congreso, en enero de 1961. Dos años más tarde todavía no existía semejante proyecto de ley y tanto el movimiento por la igualdad como los grupos feministas reclamaban por la falta de iniciativa.
Aun así se consolidó como un mito popular trascendiendo a la política. Kennedy es recordado 50 años después de su muerte con melancolía sobre todo por la época que representó: un tiempo romántico, en el que todo era posible para una generación joven. Hablaba de grandes ideas y hazañas, y convenció a los estadounidenses de que el futuro no sólo podía ser superior, sino que ellos eran dueños de su propio destino y del destino del mundo.
Para 1963 estaba en la cima. Morir joven y convertirse en el mártir de todo un país lo dejó inmutable para siempre en ese momento de popularidad. Pues, el recuerdo sentimental es siempre más poderoso que el intelectual, por eso, siempre será recordado más que con la cabeza, con el corazón, por los tiempos que pudieron ser y no fueron.
(*) Profesora en Historia.
