Si pudiéramos detenernos un momento, nada más que un momento, dejar de lado el cansancio y la angustia con la que regresamos a casa luego de una jornada de trabajo o sin trabajo, y lográramos desprendernos de los diarios, la radio y el televisor, y observáramos en silencio nuestro hogar y sus habitantes, probablemente el grito atronador que están elevando los jóvenes nuestros, nos ensordecería.
Sí. Los que gritan son nuestros hijos, aún los más pequeños, los que asoman su ingenuidad al mundo real, cambiando muñecas, pelota e inofensivos juegos de la play, por toda esa imparable oferta comercial, que, con el objeto de aumentar el consumo, no repara en consecuencias. Y también toda la oferta social, agresiva hasta la barbarie.
Piden socorro porque todo les resulta muy confuso. No saben bien qué es lo mejor para ellos. El mundo cambiante al ofrecerles cientos de posibilidades, les hace difícil discernir las más convenientes, porque todo es una mezcla de moda y originalidad sin límites.
Y el joven grita. Grita porque tiene miedo. Se encuentra en la antesala de su crecimiento y no comprende lo que encierra el sendero oscuro y confuso que el natural paso del tiempo lo obliga a transitar. Necesita, aunque no lo quiera reconocer, la mano conductora y sostenedora de nosotros, los adultos. Los que los amamos más que a nuestra propia vida y parecemos adormecidos, atontados, incompetentes.
Y estamos dejando el lugar para que ganen los malos. Aquellos a quienes nuestros hijos no les interesan. Porque al decir de un profesional, existimos dos clases de padres. Dos clases de adultos: Los que tenemos sueños o los que vivimos con sueño.
Ha llegado la hora, de decidir qué clase de adultos queremos ser para nuestros niños. Adultos padres, abuelos, tíos, amigos. Adultos.
Todos tenemos una gran influencia sobre ellos. Para bien o para mal. Eso lo decidimos nosotros.
Y si bien todos comprendemos la mayor o menor rebeldía de la adolescencia, debemos coincidir que la actitud, y el ejemplo de los mayores jamás ha pasado desapercibido. No interesa que lo admiten o no, lo que se impone es que no olvidemos su importancia.
Por supuesto que el desafío es tremendo. Ayudar a nuestros jóvenes en este sorprendente mundo donde el alcohol, la droga y la violencia luchan por imponerse, resulta una tarea de titanes. Pues tendremos que convertirnos en titanes.
Porque cuando nuestros niños violan a una compañera en la escuela, están gritando. Lo mismo que cuando atacan a sus maestros o a sus pares; cuando se drogan o se emborrachan; cuando roban; cuando se ponen siliconas o cuando toman estimulantes para una mejor sexualidad. Están gritando cuando deambulan sin rumbo en prolongadas horas de ocio; cuando se acercan a los autos para limpiar vidrios; cuando se hacen abortos o cuando tienen muchos hijos. Cuando pasan prolongadas horas en la computadora o cuando detrás de una moderna fachada de la confitería bailable le ofrecen la droga y la aceptan, entonces también están gritando.
Gritan porque intuyen que todo eso no es bueno. Gritan porque no les gusta. Gritan porque su esencia es la vida, y su continuidad en armonía con la paz, la libertad, el crecimiento personal, el amor, la amistad y el respeto. Y presienten que esos son derechos que por algo esta sociedad no les permite alcanzar.
Pero bueno. Estamos los adultos. Empecemos por el principio.
Y el principio somos nosotros. ¿Tarea de titanes? Y, la verdad que sí. Pero ¿que otra cosa tenemos que hacer que sea más importante que forjar el futuro de nuestros hijos?
¿Qué hacemos? ¿Seguimos con sueños o seguimos con sueño?
