Pero a diferencia de la película, en esta época consumista en que se vanagloria el poder y el poseer, cuando se habla de cosecha se confunde tener con ser. Por eso uno se pregunta si no convendría tomar atajos: no pagar impuestos, robar o traficar droga, intentar acertarle al gordo de Navidad, otra posibilidad rápida para tener o "’ser” más. Es cierto que algunos que toman atajos terminan mal, tiroteados o en la cárcel, pero muchos la pasan bien. Ostentan sus Ferrari y Rolex, despilfarran en lo exótico, coleccionan Picassos, mientras donan millonadas a campañas políticas con el fin de comprar favores y tranquilidad de conciencia.

Es un mundo difícil de comprender, donde un científico premio Nobel termina su vida en un Toyota, mientras un futbolista la empieza en una Maserati. Donde al profesional deshonesto se le venera por su picardía, y al obrero honrado se lo minimiza por tonto. Donde el ladrón de gallinas paga entre rejas y el estafador siempre termina comprando su libertad. Donde se argumenta legalmente la muerte por pena capital o por aborto, mientras se protege con uñas la vida de mascotas y animales.

Un mundo confuso en el que se desconfía cada vez más de los elegidos para liderar. Donde a aquellos que se les delegó el poder de servir, terminan sirviéndose del poder. Donde los demócratas se convierten en autoritarios, las instituciones se debilitan, los golpes siguen siendo opción y los militantes y partidarios, por ideología, excusan a sus jefes por sus abusos y corrupción.

Parte de la culpa es de los medios. Ensalzan lo chabacano, mistifican lo sensacionalista y quienes desafían las buenas costumbres, adornan las revistas del corazón que todos deglutimos con devoción. La TV y el cine deforman la realidad, crean nuevas modas, celebridades y valores. Así, aplaudimos los varios casamientos de Elizabeth y las múltiples andadas de Jennifer, con la misma convicción que crucificamos a la hija del vecino por siquiera el uno por ciento de aquella promiscuidad.

No se trata de resentir contra aquellos a los que honradamente les va bien y tienen y que generan empleos, riquezas y talentos para mejorar sus vidas y las de sus comunidades. Seguramente son más los que innovan, crean e inventan, defienden causas, impregnan de honestidad a sus hijos, anteponen las palabras a los fusiles y dan más de lo que reciben; pero no se notan. Es que el ruido lo hacen los arrogantes, ostentosos y embusteros.

No es fácil hacer equilibrio entre estos dos mundos. Aquel atractivo, lleno de banalidad que pintaba muy bien Mario Vargas Llosa en "’la civilización del espectáculo” y el otro, más espinoso, el del papa Francisco que nos reclama atención por la desigualdad y los más pobres, menos egoísmo y más caridad, mayor austeridad y menor pomposidad. Difícil es alcanzar la sabiduría para distinguir esa diferencia entre tener o ser, entre el tener y el ostentar, sin caer en tentaciones ni atajos.

Debemos admitir que la ordinaria normalidad que Dios nos regala, es un descomunal privilegio que otros desearían poseer, como los refugiados y desplazados por las guerras, los migrantes que perecen en las fronteras, los enfermos terminales, los perseguidos y discriminados por cualquier opinión u opción. Reconocerlo, es el mejor regalo que nos podemos hacer.