Últimamente el gobierno de Estados Unidos ha tenido mayores éxitos desbaratando complejas conspiraciones y planes terroristas, que controlando los escándalos por el comportamiento indecente de sus fuerzas de seguridad, fuera de los campos de batalla.
Mientras el presidente Barack Obama tomaba como lema de campaña electoral el golpe mortal de hace un año contra Osama Bin Laden y el FBI desarticulaba una red de jóvenes anarquistas que planeaba atentados explosivos contra puentes y carreteras en Ohio, el Servicio Secreto afinaba un nuevo código de ética interno, en respuesta al bochorno internacional causado en la Cumbre de las Américas.
Once agentes y 10 militares condenaron su suerte laboral y la reputación del Servicio Secreto, entreverándose en una festichola con prostitutas, horas antes de que Obama llegara a Cartagena. Ahora, el envío de chaperones a los viajes presidenciales, para controlar que los agentes no se involucren con alcohol y prostitutas, se asemeja a los recaudos que se toman para viajes de egresados o para el seleccionado juvenil de fútbol mexicano involucrado en estos menesteres el año pasado en Lima, más que para una agencia que salvó la vida de Ronald Reagan en 1981, pero que todavía repasa su responsabilidad sobre el asesinato de John Kennedy en 1963 como el yerro más grande de sus 147 años de historia.
La conducta indecente no es patrimonio de las fuerzas de seguridad estadounidenses. También le costó el puesto al ex director francés del FMI, Dominique Strauss-Kahn; hizo pasar a la historia al ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi o el reciente viaje del rey español Juan Carlos al África para cazar princesas y plebeyas, más que elefantes.
El escándalo del Servicio Secreto, que puede subir de tono si Dania Suárez cuenta su historia a la revista Playboy, tras quejarse porque no le pagaron sus servicios sexuales, no es para rasgarse las vestiduras, pero tira por la borda los esfuerzos de un gobierno que en el mundo entero sermonea sobre ética y anticorrupción.
Aunque el jolgorio quedará para la anécdota, el tema no deja de ser grave, porque desnuda la vulnerabilidad del Gobierno a merced de su propia gente, en casos que comprometen desde la seguridad del presidente hasta la seguridad nacional. Los escándalos son muchos y poco graciosos, sólo basta recordar al soldado Bradley Manning, después que filtrara a Wikileaks millones de documentos clasificados de la diplomacia estadounidense, comprometiéndose las relaciones con gobiernos aliados y enemigos.
Peor aún fueron las fotografías de 2004 en la cárcel iraquí de Abu Ghraib, que mostraban a soldados aterrorizando a los detenidos con perros o posando entre cadáveres desnudos como si fueran trofeos de caza. O las recientes de soldados en Afganistán, haciendo gestos obscenos a víctimas y símbolos musulmanes, o la denuncia sobre guardias de la prisión de Guantánamo, tirando copias del Corán por los retretes.
Pese a los golpes certeros contra Al Qaeda el gobierno de EEUU deja traslucir deficiencias graves. Desde sus yerros por no poder anticipar el 9/11 en Nueva York o justificar la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, hasta su impotencia ante una epidemia de suicidios que afecta a soldados y veteranos. También sus promesas incumplidas de cerrar la cárcel de Guantánamo y acabar con métodos de interrogatorio lindantes con la tortura, ya sea en vuelos secretos o en cárceles clandestinas de la CIA en Tailandia, Afganistán y varios países europeos.
Tal vez la mejor lección que emerge de la mala conducta de algunos agentes del Servicio Secreto, así como de los actos corruptos enumerados que conspiran desde el interior contra el propio gobierno, es que en una sociedad abierta donde se permite que la información y las denuncias fluyan libremente, se hace mucho más fácil la tarea de buscar y aplicar correctivos.
"EL JOLGORIO quedará para la anécdota, pero no deja de ser grave porque desnuda la vulnerabilidad del Gobierno a merced de su propia gente, comprometiendo la seguridad nacional".
