Jesús añadió: "’Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios (Lc 24,46-53).

"’Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que "’fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9). Es el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. Pero ¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús "’fue elevado”? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo "’elevar” tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo. Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús "’fue elevado” (Hch 1, 9), y luego se añade que "’ha sido llevado” (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que "’lo ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de "’sentarse a la derecha de Dios”.

En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El "’cielo” no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros. Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén "’con gran gozo” (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder real de Dios. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon "’con gran gozo”. Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los "’dos hombres vestidos de blanco”, no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que debemos anunciar en un contexto de eclipse de Dios, que él no se ausentó sino que desea seguir iluminando. Nos consuelan las palabras con las que se concluye el Evangelio de Mateo: "’Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).